de Esmirna
a Selçuk

Foto saliendo de Esmirna

La primera etapa de bicicleta te recibe con una extraña inquietud en el estómago. Llámalo miedo, respeto, ansiedad o ilusión o… llámalo como quieras. No conoces el país, ni sus carreteras, ni el tráfico y no sabes lo que vas a encontrarte. Llevas mucho tiempo soñando con ese día y, de pronto, nada es igual que en tu sueño y temes que esas diferencias te impidan completar los kilómetros que has programado.

Desnivel de la etapa

Salir de Esmirna no es fácil. Para evitar la atestada autovía que se dirige al sur, y las múltiples colinas que dibujan la orografía de esta populosa ciudad (la tercera mas poblada de Turquía con más de 2 millones de habitantes), tenemos que dar un rodeo. Algunas rampas nos aceleran el pulso al cruzar los sucesivos barrios en nuestro camino hacia las afueras, pero sin incidentes.


Luego la ciudad se diluye y el camino se va complicando. En contra de lo que pudiera pensarse, en campo abierto es más difícil orientarse. La ciudad siempre te ofrece una calle que cruza, una mezquita, un hospital, etc… que te ayudan a determinar dónde te encuentras en cada momento. El campo es un lienzo en blanco, no hay puntos de referencia y, con el paso de los kilómetros es difícil diferenciar un cruce del precedente, o del posterior.

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En esos primeros kilómetros nos perdemos en un par de ocasiones. No solo por carecer de referencias sino porque, al llegar al cruce, te niegas a aceptar que ese camino de cabras pueda ser tu destino. Prefieres ponerte en duda, seguir adelante y buscar una alternativa mejor. En dos ocasiones tenemos que retroceder y aceptar la evidencia. Bajar por un camino que, en invierno, probablemente sea una torrentera impracticable. Entonces sí que te asaltan las dudas. Si el camino va a ser así hasta Selçuk… no llegamos. Es lo que piensas cuando inicias el descenso. Algunos lo hacen sobre la bici y otros bajándose del caballo. Solo 500 metros por esa vereda impracticable y… ocurre lo mismo de siempre. Es en estos lugares insospechados es don de el viaje más te sorprende. Esa experiencia irrepetible que no olvidarás contar a tus nietos. Algo que nunca ocurre en una calle asfaltada. Un buen hombre trabaja la tierra al borde de dicho camino y levanta la vista al vernos. Un hombre rudo, curtido al sol, hombre de campo. Poca gente debe pasar por aquí y debemos llamar su atención, no cabe duda. Se incorpora y acerca a nosotros. Con torpes gestos y unas palabras incomprensibles nos hace saber que es kurdo. Sonríe. Su esposa lo observa a una prudente distancia, como si temiera a los extranjeros, pero con curiosidad al mismo tiempo. Media sonrisa en su cara. Él se acerca aún más y tiende hacia nosotros sus enormes manos cargadas de higos. No hay motivo para ello, ni pide nada a cambio… solo ese gesto. Los tomamos con mucha prudencia y cuando nos hemos alejado unos metros nos los comemos. Están buenísimos. Después de algo así sabes que nada malo puede depararte el camino. Estás entre amigos.

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Un poco más adelante llegamos a un pueblo. En su pequeño mercado nos detenemos comprar agua, y algún fruto seco. Luego la carretera mejora, pasamos campos de olivos, hasta que se convierte en una autovía, y entonces echas de menos aquel camino de cabras y el puñado de higos. Aunque el arcén es ancho los coches pasan volando y no resulta agradable.


Al llegar al desvío para Çamönü y Ataköy abandonamos la carretera principal para seguir una secundaria que, más tranquila, avanza paralela a la otra. Apenas hemos pedaleado un kilometro cuando encontramos un destartalado bar a la derecha del camino y decidimos detenernos a tomar un refresco.

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Sus dueños son una pareja a la que no entendemos pero que, a pesar de ir en bici y estar completamente sudados, nos trata como si una visita ilustre hubiera llegado a su casa. Limpian una mesa en unas cuadras que hay junto a la tienda y que han sido reconvertidas en almacén-comedor-trastero-vertedero. Encienden un pequeño ventilador para que nos resulte más agradable el descanso. La cuadra está bastante sucia y destartalada, pero no huele mal y podemos descansar un poco. No intercambiamos más que una pocas palabras con nuestros anfitriones pero lo hacen con tanto cariño que no importa el aspecto del sitio, solo sientes ternura y agradecimiento hacia ellos.

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Después de ese frugal descanso la tarde se nos echa encima. El sol calienta más que nunca y el camino se hace más duro. Alcanzamos la costa, en Ametbeyli y, a partir de ahí avanzamos paralelos a ella.

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La carretera pica hacia arriba con fuerza pero el bonito paisaje mediterráneo nos ayuda a superarlo sin incidencias.

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15 kilómetros más adelante ya estamos en Selçuk. Nos alojamos en el Akanthus Hotel Ephesus. Un pequeño hotelito con una agradable piscina. Todo decorado con mucho esmero y cuidado. Nos damos un baño y salimos a cenar en las cercanías. El restaurante Ágora no tiene sitio en la terraza y dentro hace calor, así que nos metemos en el que esta al lado. No recuerdo el nombre. No es una buena idea. Después de la larga etapa nos apetece una cena suculenta y no lo es, ni mucho menos. No acertamos con el sitio pero… no puede uno hacerlo todos los días.

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Tras la cena aún es pronto y paseamos por el centro del pueblo. Algunas calles peatonales con tiendas y restaurantes para turistas y un bonito acueducto del que solo quedan algunos arcos.

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El paseo por sus callejuelas nos reconcilia con la ciudad a pesar de la triste cena. Regresamos al hotel. Mañana, antes de subirnos a la bici, visitaremos la antigua ciudad romana de Éfeso, una de las mejor conservadas del mundo. No es poca cosa para unos turistas desarrapados como nosotros.


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Foto Met Hotel de Esmirna
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