Foto cementerio en Ehime

Primer día de bici

Foto cocinero limpiando anguila

Aquella mañana nos levantamos con la pesadez propia de la transgresión dietética de la noche previa. La cena no había tenido nada que ver con la saludable comida japonesa que tanta fama tiene en Europa. Aún así bajamos al restaurante dispuestos a devorar lo que el buffet ofertara. Nos llamó la atención que el restaurante estaba absolutamente repleto de gente (son tan callados y educados que teníamos la impresión de que el hotel estaba vacío). Básicamente turismo interior y alguna pareja de turistas extranjeros. Ningún español a la vista.
Después del desayuno subimos a lavarnos los dientes y bajamos a hacer el Check-out. Dejamos nuestras maletas en recepción para que se las llevara el servicio de mensajería y nos fuimos con nuestras mochilas a buscar las bicicletas (en lugar de enviar las maletas al lugar en el que íbamos a pasar la noche, habíamos decidido enviarlas al final del trayecto y llevar cada uno una pequeña mochila con el pijama, el cepillo de dientes y una muda para esa noche).
La Estación de Alquiler de bicicletas estaba en un parking público que hay adyacente al hotel (Ekimae-Kowan Car Park). Había muchas bicicletas pero pocas que fueran de nuestro gusto. Mayormente eran bicicletas de paseo con mucho trote y teníamos que buscar aquellas que tuvieran una cesta para poner la mochila y que fueran adecuadas para las medidas de cada uno. Mejores o peores al final las encontramos, pagamos, elegimos un casco, tomamos nuestro recibo y nos pusimos en marcha.
El trayecto empieza con un pequeño transbordador que te lleva a la primera isla, Mukoujima, ya que el primero de los puentes colgantes no dispone de carril bici. Ibamos con una pareja de franceses que hacían el recorrido con su hija y a los que nos estuvimos encontrando constantemente a lo largo del primer día. Pagamos una miseria por cada uno de los billetes y cruzamos al otro lado (un trayecto de un par de minutos). Cruzar la isla hasta el primero de los puentes, el Innoshima Bridge, supone una distancia aproximada de 10 kilómetros. Inmediatamente antes de acometer el puente tomas un carril que caracolea y asciende desde la costa hasta el mismo.
En la isla Innoshima nos detuvimos a tomar un helado en un supermercado que había junto a la costa porque hacía mucho calor y los niños empezaban a distraerse. Aunque el establecimiento se anunciaba como amigo de los ciclistas, no disponían de una infraestructura especial para hacernos más cómoda la parada… te dejaban entrar en el baño.

Foto

Paramos varias veces a descansar y a hacer fotos pero, si estás acostumbrado a pedalear, la ruta se hace bastante corta. Nosotros ya habíamos programado el tiempo que le íbamos a dedicar y no pudimos distraernos en las rutas secundarias que te permiten visitar con mayor profundidad las islas.
Así que llegamos temprano a la isla de Ikuchijima. Cruzamos la isla para llegar a Setoda, la población en la que se encontraba nuestro alojamiento. Puesto que el Suminoe Ryokan no estaba exactamente sobre la ruta principal tuvimos que salirnos un poco de ésta para encontrarlo y, aunque llevábamos un pequeño mapa explicativo no lográbamos encontrarlo. Todo estaba escrito en japonés y, aunque lo tuviéramos delante no íbamos a identificarlo. Entramos en un pequeño bar para preguntar y fue como cuando en las películas de vaqueros entra un forastero en el salón. El mismo ambiente mortecino y cuando las puertas chirrían, todos los clientes se distraen del tedio en el que andan sumidos desde hace hora y giran la cara hacia él, no se si con hostilidad o con indiferencia. Traté de explicar en inglés, al primero que se me puso a tiro, lo que andábamos buscando, alguna información sobre el ryokan, pero no entendió nada. Así que cambié de estrategia y me puse a hablar como Tarzán… lo cual fue mucho más efectivo. Un señor me acompañó a la puerta y empezó a señalar a lo lejos dando unas indicacióndes que ni su madre entendía… si no hubiera sido japonesa.
Así que ahí va de nuevo el pelotoncillo hacia el otro lado para volver a preguntar en una pequeña tienda, y ¿cuál es el resultado? más de lo mismo… de nuevo todos caminando ahora en sentido contrario. Y de este modo, poco a poco, fuimos estrechando el cerco al Suminoe Ryokan, hasta llegar a su puerta… ¡A-ha! ¡Era esto!
Una señora madura y de aspecto frágil, con una serenidad extraordinaria, nos recibió en la puerta y, como aún era muy pronto para hacer el check-in, nos invitó a aparcar las bicis junto a la puerta y a dar un paseo. Vestía un uniforme de campaña azul oscuro, casi negro, con cuello mao. Dulce a la vez que elegante. Imposible resistirse a sus gentiles argumentos.
Ahí va de nuevo el pelotoncillo, ahora a pie, a recorrer las calles adyacentes, vestidos todos de ciclistas. Un espectáculo inaudito para los escasos habitantes de aquel pueblecito que encontramos a nuestro paso.
Recorrimos la callejuela Setodachõ admirados por la tranquilidad, autenticidad y armonía que rezumaba y, como teníamos hambre, decidimos entrar en un pequeño restaurante japonés que había en el número 251 (lo sé porque lo he mirado en google maps a la vuelta). Era una especie de bar con una barra a todo lo largo con un cocinero al otro lado, vestido completamente de blanco, que limpiaba con abnegación una enorme anguila con un majestuoso cuchillo. Nos quedamos embobados admirando su tarea mientras tomábamos una cerveza, un saque y unos refrescos para los niños. Nos pusieron un picoteo muy simple y, al rato, la señora que hacía las veces de intendente, se planta ante nosotros y cruza los antebrazos delante de su propia cara. La imagen nos recordó por un instante la bandera pirata pero con carne encima del hueso… pero ella insistía y como debió parecerle que no entendíamos un carajo (lo cual era cierto) nos señala el reloj para indicarnos que las 14:00 era la hora de cierra y teníamos que irnos. Para nosotros era algo inexplicable pues no nos habían servido aún la comida echaban el cierre y tratamos de explicárselo llevándonos la punta de los dedos a la boca, al más puro estilo italiano. Entonces la señora levanta las cejas y abre muy grande sus negros ojos, y el cocinero deja su labor y… ¡NOS MIRA! Hace un gesto con la cara que recuerda remotamente a una sonrisa y echa a un lado la anguila, saca el arroz y unos tacos de pescado que tenía en la nevera y empieza a montar raciones de sushi mientras todos continuábamos embobados observando cómo hacía su tarea.
Fue un almuerzo extraordinario que os recordó mucho al ambiente decadente de los Yokochos de Tokyo, pero mucho menos urbano y con menos humo, y al final solo nos faltó darle nuestro teléfono a la señora para que nos mandara por Whatsapp la foto de sus nietos. Volvimos al Suminoe Ryokan con otro talante y, entonces sí, se abrieron las puertas a nuestro paso. La elegante y sigilosa ama de llaves nos invitó a dejar nuestros zapatos junto a la puerta del establecimiento y nos acompaño a nuestras habitaciones. Los niños alucinados de que tuvieran que dormir en el suelo. Quedamos con ellos en bajar al Onsen y eso también fue una experiencia para ellos. El baño en el onsen tiene algo de primitivo que te retrotrae a tu más remota infancia. Te saca de tus hábitos de baño y te mete directamente en una época remota en la que el baño debía ser una acontecimiento.
Luego nos quedamos embobados contemplando el jardín japonés que, perfectamente cuidado, ocupa el centro de la parcela, y subimos nuestras habitaciones a cambiarnos para volver a dar un paseo.

Farolillos

No teníamos ganas de coger de nuevo las bicicletas así que dimos un paseo a pie por la zona. De nuevo tomamos por Setodachõ y, a media calle, giramos a la izquierda hacia un pequeño templo que hay en lo alto de un promontorio. No había nadie y alrededor del templo había amontonadas cientos… miles de lápidas que conferían al lugar un halo de misterio y una singular belleza. Luego bajamos a la avenida y la recorrimos hasta el puente que va a la pequeña isla de Takaneshima. En ese punto hay una figura de piedra que emerge del mar junto a la costa, con un pañuelo en vértice, que recuerda a la cabeza de una señora sentada mirando la mar, acaso esperando a que alguien regrese de un largo viaje. Estuvimos buscando el templo labrado en la piedra blanca que habíamos visto anunciado en diferentes guías, pero no lo encontramos y regresamos al ryokan a prepararnos para la cena.
Habíamos elegido la media pensión porque sabíamos que hacerlo en un ryokan es siempre una experiencia que merece la pena. Bajamos al comedor con nuestros Yukatas, preparados para una inmersión gastronómica de proporciones extraordinarias.

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No sé si fue extraordinaria, muchos minúsculos platos de porcelana china con alimentos que uno no conseguía identificar pero que se llevaba a la boca sin rechistar, por miedo a que la elegante ama de llaves nos pudiera reprender por ello. Y así uno tras otro hasta que salió el pescado… ella debió de percibir con satisfacción como nos cambiaba el rostro, y no es que nos sorprenda comer pescado en Japón, es que nos considerábamos con la suficiente pericia para limpiar un pescado entero con los palillos, pero… espina a espina, todos lo hicimos, y la elegante y siempre sigilosa ama de llaves quedó muy satisfecha.
Esa noche dormimos en un futón en el suelo, en un ryokan que hay en una isla que está en el Mar de Seto, y todos y cada uno teníamos la conciencia muy tranquila, la buena conciencia del que ha hecho muy bien su trabajo a pesar de encontrarse completamente fuera de su medio, en un lugar extraordinario al otro lado del mundo. Y descansamos como benditos.


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Foto onsen del Suminoe Ryokan
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