Segundo día de bici

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El día prometía ser largo. Fuimos a despertar a los niños intrigados por saber cómo habían pasado la noche y ahí seguían, dormidos, retozando en sus futones como si no hubieran dormido en el suelo. Bajamos todos juntos al Onsen para ponernos a tono antes del desayuno. Después de enjabonarnos y lavarnos bien (como es preceptivo), nos metimos en la poza de agua caliente y nos quedamos embobados observando la perfecta armonía del jardín japonés que rodeaba el onsen, con sus ramas perfectamente cortadas, el suelo pulcramente barrido. Todo aparentemente silvestre y casual, pero milimétricamente medido.
Desayunamos en el Suminoe Ryokan con la sensación de que nada hubiera cambiado respecto a la cena. Es lo que tiene la doble pensión en los ryokanes, la comida es siempre comida, no importa a la hora del día que sea.
El ambiente decadente y mortecino del ryokan, con esa extraña belleza de otro tiempo, se veía acrecentado por la coreografía de las camareras alrededor de la mesa. Este grupo de mujeres mayores, pulcramente uniformadas en traje de campaña azul marino con cuello mao, se movía sigilosamente para servir los platos, sin apenas una sonrisa, ni una palabra siquiera, tan educadas y serias que se te erizaban los pelos cuando se te acercaban o te fallaba la voz si, en el fragor de la conversación matutina, pronunciabas una palabra más alta que otra. El desayuno tampoco se diferenciaba mucho a los que nos hubieran servido antes de irnos a la cama. Decenas de platitos y boles de porcelana con alimentos indescriptibles, hermosamente dispuestos, y de los más variopintos sabores. Los devoramos con gusto antes de regresar a nuestras habitaciones a lavarnos los dientes y recoger nuestras cosas.
Sin duda, la estancia en el Suminoe Ryokan, fue una de las experiencias más genuinas de nuestro viaje a Japón. Un lugar donde encontrar ese recogimiento, armonía y serenidad que en tantas ocasiones hemos visto en las películas que abordan la cultura del sol naciente.
Nuestras bicicletas se habían quedado aparcadas en la calle, sin candado ni vigilancia, y nadie las había tocado. Así que emprendimos la marcha en esa sucesión de islas y puentes cuyo colofón fue el Gran Puente del Estrecho de Kurushima. Nos detuvimos a mitad de camino (mide más de 4 kilómetros de largo) a hacer algunas fotos del Mar Interior de Seto, salpicado siempre de multitud de pequeñas islas. Luego del puente el carril bici se separa definitivamente de la Autopista Nishiseto y cae hacia Imabari.

Gran puente de Kurushima

Devolvimos las bicis en la Estación pública de alquiler de bicicletas que hay junto a la Estación JR de Imabari y, como aún era temprano para recoger el coche, entramos en la estación de trenes para tomar el almuerzo. Había una croasantería al más puro estilo occidental y los niños mataban por llevarse a la boca algo con sabor conocido.
La oficina de Orix estaba junto a la estación y, cuando recogimos el coche, le pedimos al empleado que nos pusiera el GPS en español e introdujera la dirección de la empresa de mensajería donde habrían de estar nuestras maletas. Fueron cinco minutos de conducción por Imabari hasta dar con ellas y luego condujimos hacia Matsuyama.
Al poco de tomar la autopista tuvimos nuestro primer incidente al volante. No solo se te atraganta tener que conducir por la izquierda, sino que no entiendes nada de lo que se anuncia en carretera. Llegamos a un peaje y no sabíamos dónde ponernos. Pues justo vamos a entrar por donde no había empleado, ni máquina ni nada. La barrera cerrada y nosotros allí… montando un buen atasco. Un pequeño terremoto en la engrasada maquinaria japonesa. Tiene que venir un empleado hasta nosotros para abrirnos la barrera y nos dice que aparquemos a un lado para cobrarnos (o eso entendimos porque no hablaba inglés ni nada que se le pareciera).
Le esperamos parados en el arcén y viene con un recibo. Ni cabreado ni nada, todo lo contrario, muy educado y amable. Nos cobra y resulta que la vuelta son un par de céntimos (o como quiera que se llamen los decimales del yen), y queríamos decirle que lo dejara, que estábamos muy lejos de su cabina y no merecía la pena. Misión imposible. Ahí va el empleado de vuelta hasta su cabina a buscar los céntimos de yen para devolvernos el cambio… que tardó el pobre un buen rato en ir y volver. Y todo con esa serenidad y ese trato amable que les caracteriza casi siempre.
Llegamos a Matsuyama y al GPS le dio por llevarnos a un sitio diferente al que le habíamos marcado. Estaba en español pero las calles siguen estando en japonés y eso es un problema de todos modos.
El Candeo Hotel Matsuyama Okkaido se encuentra en la planta 13 de un gran edificio cerca del centro. Aparcamos en un parking público que había en la calle trasera y subimos a tomar posesión de nuestras habitaciones. Luego cogimos el tranvía para visitar el Dogo Onsen. Es el Onsen más antiguo de Japón, una belleza arquitectónica que se hizo especialmente famoso por aparecer en la novela Botchan del reconocido autor Soseki Natsume.
Se accede a la entrada a través de una calle comercial cubierta que está plagada de tienditas que venden yukatas y todo tipo de recordatorios de la zona. Hay una taquilla junto a la puerta en la que se compra un ticket con el tipo de servicio que deseas. Nosotros, como buenos españoles, optamos por el mas barato, que solo incluía el baño en el onsen. Un servicio superior incluye tomarte un té verde después del baño en la sala de reposo que hay en la planta alta.
Nada más entrar hay una zona de transición donde dejas tu ropa en unas taquillas para acceder a la zona "noble". El onsen nos resultó extremadamente decadente y sentíamos que no encajábamos en él. Tratamos de ser escrupulosamente correctos, para no molestar a la gente que se estaba bañando, pero no por ello dejó de parecernos que éramos una incomodidad para el resto de los usuarios. Luego volvimos en tranvía al hotel y cenamos un ramen en las proximidades del mismo antes de irnos a la cama.


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