de
Battambang

a
Siem Reap

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Como no nos queda demasiado tiempo de viaje y queremos aprovecharlo visitando los templos de Angkor, hemos diseñado un plan para salvar la distancia entre Battambang y Siem Reap. Resulta que la comunicación entre ambas ciudades no es buena y, cuando el Lago está crecido, muchas carreteras están anegadas, por lo que hay que dar un largo rodeo que consumiría más de un día. Para evitarlo hemos contratado un barco privado que nos lleve por el río hasta el Lago Tonlé Sap, atraviese el lago y nos deje en las cercanías de Siem Reap. También está la posibilidad de ir en un barco público, sale a una hora determinada y hace ciertas paradas, pero siendo seis personas con seis bicicletas, uno privado resulta más cómodo y rentable. Así que nos enfrentamos a una etapa extraña, diferente a lo hecho hasta ahora: cinco horas de barco y solo dos de bicicleta.
En el Hotel Maison Wat Kor no se fían de que seamos capaces de llegar al muelle donde nos espera el barco y, por mucho que intentamos explicarles que venimos pedaleando desde Ho Chi Minh, insisten en ponernos un guía. Así que durante 10 km seguimos a un señor en una scooter hasta llegar al barco. Ya hay tráfico pero lo cierto es que, comparada con otras ciudades por las que hemos pasado, Battambang, a esa hora temprana, resulta bastante agradable y tranquila. El embarcadero, por el contrario está debajo de un puente, en un sitio inmundo, maloliente y sucio. Nuestro transporte es una pequeña lancha con una cabina suficientemente grande para alojarnos a los seis cómodamente y a nuestras bicicletas. Subimos nuestras monturas al techo del barco y las alforjas al interior y sobre la marcha salimos.


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Las primeras horas transcurren río abajo. Hay mucha gente pescando, en canoas o metidos directamente en el agua. Utilizan botellas de plástico a modo de boyas para marcar el recorrido de las redes y la imagen resulta bastante curiosa. La superficie del río está repleta de estas botellas haciendo coquetos dibujos.


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Los pescadores en diminutas canoas van recogiendo las redes o desenredándolas o haciendo lo que quiera que hagan. Nuestro capitán debe conocer muy bien la zona pues sabe por dónde ir sin destruir el trabajo de los pescadores.


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Mas allá el río se abre y pasamos al canal que lo conecta al Tonlé Sap. El paisaje cambia de pronto, deja de haber botellas haciendo esos extraños dibujos y surgen pequeños pueblos de pescadores en ambas orillas. Decir pueblo, quizás, es decir demasiado. Son grupos de palafitos muy humildes que a veces no tienen siquiera paredes, solo un techo de paja, como grandes camas balinesas que, según nos aclara el capitán, solo están ahí en la temporada seca. Luego, con las lluvias, todo se anega y los palafitos desaparecen.


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Resulta inimaginable que en algún momento del año pueda existir mas agua de la que vemos ahora y, más difícil de imaginar todavía, el tipo de vida que pueda llevar la gente en un lugar como éste.


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El capitán hace una parada en un pueblo flotante para comer, beber e ir al baño. El pequeño bar flotante dispone de un baño turco, minúsculo pero muy limpio. Hacemos cola para usarlo sin pensar demasiado en el destino de nuestros excrementos. Y como somos españoles y solemos almorzar muy tarde, mientras el capitán y su grumete devoran un buen plato de arroz, nosotros compramos agua, refrescos y una piña pelada y troceada para tomárnosla luego.


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El capitán, que ha estado callado casi todo el viaje, nos cuenta que hace 3 años tuvo un ictus y desde entonces tiene la mitad izquierda del cuerpo muerta. Lo dice así: "muerta"… y nos sorprende por la crudeza de sus palabras y porque hasta ahora no lo habíamos notado. Nos fijamos y descubrimos las ingeniosas maniobras que emplea para apañárselas en el trabajo… y en la vida.


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Al reiniciar la marcha nos dice que va a tomar un atajo. Lo curioso es que dicho atajo es una carretera que, con la subida del lago ha quedado anegada por metro y medio de agua. El camino se estrecha y las ramas van dando en los laterales de la lancha a medida que avanzamos. En alguna ocasión tenernos que que echarnos a un lado y detenernos por una lancha que viene en sentido contrario.



Pero este camino no dura demasiado tiempo. Se abre a una especie de marisma en la que vive mucha gente en pueblos flotantes similares a los que habíamos visto en el canal. Nos llaman mucho la atención los niños uniformados cruzando el río en sus canoas destino al colegio. Una escena que, siendo tan diferente a nuestras vidas, aquí es lo mas natural del mundo.


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De pronto hay agua por todas partes pero también árboles sumergidos y una extraña vegetación. El capitán zigzaguea por esta maleza siguiendo un camino que solo él es capaz de ver, y el grumete, sentado en la proa, iluminado por un sol cuya luz se ha tornado anaranjada con la llegada de la tarde, parece añorar el horizonte. Hasta que finalmente la vegetación se abre y desaparece. Nos dice el capitán que ya estamos en el Tonlé Sap, un lago que tiene 100 km de largo por 75 de ancho. Aparentemente un mar que, al estar al principio de la estación seca (al final de la época de lluvias) puede llegar a multiplicar por 10 su volumen.


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La calma que ha dominado el día se esfuma y una pequeñas olas que nos vienen por un costado hacen que la navegación sea agitada. El barquito cabecea cuando choca con ellas salpicándonos a todos. El capitán no se inmuta. Su grumete sube a la parte alta, probablemente para asegurar las bicicletas. No es nada que pudiera resultar peligroso a quienes vivimos en el océano Atlántico, un poco de movimiento y un poco de agua, solo eso. La apoteosis final a una navegación de 6 horas que ha resultado muy entretenida porque ha tenido un poco de todo. A lo lejos se ve una colina que destaca en la extensa llanura. Es allí donde nos dirigimos, el puerto de Siem Reap.
Atracamos en un periquete y bajamos las bicicletas. La cosa cambia de pronto respecto a lo que hemos visto a lo largo de nuestro viaje desde Ho Chi Minh. Niños mendigando y gente atosigando al turistas ofreciéndoles… recuerdos, postales, todo tipo de servicios y productos. Otro mundo. Subimos a nuestras bicicletas y pedaleamos hasta el Hotel. Aún tenemos una hora de viaje por delante. Alcanzamos la ciudad sin problemas y la cruzamos de sur a norte. Muchos hoteles y cantidad de turismo en las calles. Nos perdemos un par de veces buscando el hotel. Está en una zona poco poblada, con yermas extensiones de terreno y calles de tierra, llenas de baches, charcos y vegetación, todo muy desordenado. Resulta bastante difícil orientarse en ellas. El Sokkhak Boutique Hotel aparece de pronto en un callejón. Ni siquiera un cartel que lo anuncie. Es muy pequeño y no llama la atención desde fuera pero el interior es de un diseño exquisito. Aprovechamos el check-in para informarnos de la ciudad y el mejor modo de visitar los Templos de Angkor con nuestras bicis. El personal es muy atento y nos da todo tipo de explicaciones. Nos instalamos sin problemas y, como ya es tarde, nos quedamos a cenar en el hotel.



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