de
Kuyucak

en bici

a
Egirdir



Hospedarnos en Aliya Garden ha sido una experiencia entrañable. Nos despertamos con la misma sonrisa con que nos acostamos anoche, después de la cena y, cuando bajamos al desayuno, la madre de Alí ya está cocinando y supervisando a su hijo para que esté todo bien dispuesto. Nos sirve un desayuno con productos de la zona: aceitunas, tomates, pepinos, papas fritas (es la primera vez que nos las ponen) y mieles de todo tipo, incluida una deliciosa miel de lavanda.


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El trato dispensado por esta familia hace que nos marchemos con pena, pero hay que seguir adelante.


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Un sentimiento que nos embarga al descender las últimas rampas que subimos ayer por la tarde. El sol ilumina los campos de lavanda y pueden verse el Lago y la ciudad de Burdur a lo lejos.



Todo resulta maravilloso cuando, de pronto, una rueda picada nos regresa a la realidad de la ruta. La desmontamos y descubrimos que no es un pinchazo sino uno de los parches comprados en Decathlon, que pierde aire. Con las protecciones de PVC que nos pusieron en Izmir Bisiklet y los malogrados parches, no esperábamos tener dificultades tan pronto.
Ponemos la última goma que no s queda y, cuando llegamos a Kiliç, preguntamos por un taller dónde reparar las tres que llevamos pinchadas. Hay uno que se dedica a gomas de coche y tractor. El encargado, al vernos, abandona su tarea para dedicarse a nosotros.


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Mientras esperamos que las arregle se forma un pequeño revuelo en torno a las bicis. Personas que pasan por el lugar o trabajan en las tiendas vecinas y salen a curiosear lo que pasa.
Un señor, con algún tipo de deficiencia mental, se dirige a nosotros hablando bastante alto. Le debemos llamar la atención y quiere chocar "los cinco" con cada uno. Curiosea las bicicletas, las alforjas, los mapas… quiere tocarlo todo. No tiene forma de regularse y no para. Quienes lo conocen le gritan para que no nos moleste y, como él insiste, vuelven a gritarle dos o tres veces. Quisiéramos decirles que entendemos que tiene problemas y que, la pequeña incomodidad que genera, no vale la reprimenda que le están dando, pero es demasiado tarde y el pobre se aleja asustado. Nos preguntamos qué tipo de vida tendrá, en un lugar como éste, una persona tan vulnerable. Y qué recursos dispondrá Turquía para atender a la gente con discapacidad y dependencia.
Cuando nos entregan las gomas uno de los parches recién colocados se despega al tocarlo. Todavía es peor que el de Decathlon. Le mostramos al mecánico el parche defectuoso y él nos devuelve una mirada de asombro, inescrutable, como si se debiera a un conjuro o a algún tipo de mal de ojo. Levanta cejas y hombros cuando toma el parche en su mano. Solo le falta santiguarse pero, como estamos en un país musulmán, no lo hace. Estudia el revés y el derecho del parche buscando un defecto que no aparece. Mira al cielo y pronuncia una frase incomprensible. Repite el proceso de colocarlo y nos lo devuelve orgulloso. Preferimos no mirar demasiado, ni siquiera tocarlo, no vaya a desprenderse de nuevo y nos pasemos aquí la mañana en un bucle temporal infinito (como en la película en la que Bill Murray se encuentra atrapado en el día de la marmota… pero sustituyendo a Andie MacDowell por un parche de bicicleta). No nos da mucha seguridad pero… le pagamos, le damos las gracias y nos ponemos en marcha.


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Los kilómetros que siguen hasta llegar a Egirdir se diluyen en mi memoria como un sueño brumoso. Quizás porque la ruta es monótona y transcurre a través pequeñas veredas que serpentean por inmensas llanuras en las que no hay nada: un campo yermo, desolado… casi triste. Solo de cuando en cuando algunos cultivos: manzanas, rosales (la región de Isparta es famosa por el Agua de Rosas) y también almendros.


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Cuando has pinchado tantas veces, gastado todas las cámaras de repuesto y los parches que traes pierden aire… pedaleas intranquilo. Te parece que cada bache es un desfiladero y avanzas zigzagueando como un beodo, tratando de esquivar el peligro. Tal es el desasosiego que nos detenemos en cada pueblo en busca de cámaras nuevas, pero ya nadie monta en bicicleta, es cosa de viejos. Los jóvenes van en patinete eléctrico, en Segway… o directamente se tele-transportan.


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Nos indican un comercio que hay junto a la autovía y, como no lo encontramos, seguimos por el asfalto unos cuantos kilómetros hasta una inmensa fábrica de cemento que se yergue junto a la carretera como un castillo tenebroso. No podemos vivir con miedo. Ir siempre por autovía nos desgasta demasiado. No vinimos a Turquía para conocer su parque automovilístico. Así que regresamos al camino de tierra a riesgo de sufrir un pinchazo, y el paisaje cambia completamente. Hasta parece que uno respira más fácil.



Llegando a Serince vemos grandes extensiones de cultivo, predominantemente manzanos, y aparceros en plena faena… pero hay de todo. Se ve que es una tierra muy fértil. A la entrada del pueblo una enorme montaña de manzanas esperando ser recogidas. Con gusto nos sumergiríamos en ella como el tío Gilito en su piscina de dinero.


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Hay una pequeña plaza amurallada y unos hombres juegan a las cartas en una mesa de piedra entre la descuidada vegetación que crece por todas partes. Nos sentamos en una escalera que hay a la sombra, junto al muro, y compramos unos refrescos en la humilde tienda que hay en la esquina. Algunas personas se acercan a curiosear. Nos preguntan a dónde vamos. Nos ofrecen té. Todo en este país nos transmite buenas vibraciones.


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De vuelta a la bicicleta, los cultivos desaparecen y el camino se convierte en una gran recta de tierra blanca rodeada de áridas extensiones. Esporádicamente algún árbol, unos girasoles secos. Una monotonía que nos invita a debatir la naturaleza de esos terrenos… ¿están al barbecho o abandonados? En esas febriles disquisiciones estamos, desatendiendo la conducción, cuando nos sorprende un gran bache y uno de nosotros besa el suelo. Solo nuestro orgullo se ha herido. A lo lejos las majestuosas montañas nos recuerdan lo insignificantes que somos.



El final de la etapa transcurre por la autovía en sentido ascendente hacia un gran peñón de piedra que domina el paisaje. Tras cada curva intuimos nuestro destino… pero no ocurre. La subida se alarga hasta que por fin, en un recodo, vemos el impresionante Lago Egirdir, como un mar, inmenso a nuestros pies. Nos dejamos caer hacia él. La carretera serpentea hacia la orilla con algunas curvas muy cerradas y bastante tráfico. No podemos descender por donde habíamos previsto porque es una zona militar, pero no importa, la grandiosidad del lago nos llena, nos parece majestuoso.


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El Hotel Nis debiera estar en primera linea de costa pero ha quedado relegado a la segunda, oculto tras una obra. Damos varias vueltas para encontrarlo. Ocupa un precioso edificio de piedra al que se accede desde la avenida por un estrecho pasillo. El recibimiento es muy frío. Los recepcionistas no tratan a las bicicletas con suficiente respeto, y eso nos duele. Debaten dónde aparcarlas. Nos miran raro y, luego, tratan de arreglarlo con una especie de agua de olor a lavanda para lavarnos las manos.


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La habitación es preciosa. Después de instalarnos quedamos en la terraza para celebrar el logro con una cervecita y un puñado de frutos secos. El sol casi se ha puesto y hace un poco de frío.
Necesitamos una ducha caliente para ponernos en marcha. Luego, el recepcionista nos acompaña a comprar las cámaras que tan preocupados nos tienen. Le seguimos por las callejuelas del pueblo, un intrincado laberinto lleno de recovecos por el que llegamos a una diminuta tienda que ni anunciada está. No la hubiéramos encontrado nunca. Aunque está cerrada, el recepcionista habla con la gente de la zona para que vayan a buscar al dependiente, quien por fin viene. Dentro difícilmente cabe una persona, es un corto pasillo lleno de neumáticos viejos, y la estantería que lo flanquea. Todo, todo absolutamente (las paredes, el suelo, la estantería y el techo) negro como el carbón, como si los neumáticos almacenados lo hubieran impregnado todo. El empleado echa un vistazo a la cámara que le mostramos y mete su mano (también negra) en un hueco de la estantería. Saca una cámara perfectamente enrollada e interpreta una amplia sonrisa, blanca como el teclado de un piano, con sus notas y sus bemoles. Nos llevamos tres y, aunque estamos agotados por la dura etapa de hoy, todavía tenemos fuerzas para caminar un poco y nos vamos a buscar un sitio para cenar a orillas del lago.


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El Lago Egirdir tiene una característica península (Kale) que se adentra en él. Ahí sirven el mejor pescado. Aunque en el mapa parece muy poca cosa, el istmo debe tener varios kilómetros y, a pie, nos demoramos un rato. Estamos tan muertos de hambre que, si nos retrasáramos más, nos comeríamos unos a otros. En el restaurante Big Fish, a orillas del Lago, cenamos trucha. Nos encanta.
Con la lección aprendida… pedimos un taxi para el regreso. Estamos cansados y tenemos sueño. Nos apeamos junto a la mezquita. Un edificio de piedra bastante bonito. Está cerrada. Desde ahí volvemos a pie hasta el hotel, para acostarnos temprano.


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