de Dazkiri
a Kuyucak

Foto hacia Kuyucak en bici

Dada la distancia y el desnivel el día promete ser duro, sobre todo en su parte final para la que hemos dejado abiertas dos opciones: cruzar las montañas por Elenik (que supone 10 km menos pero un mayor desnivel y probablemente fuertes pendientes) o rodearlas por Dinar.

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Bajamos al destartalado vestíbulo a desayunar el batido de chocolate y las galletas que compramos anoche. El recepcionista del hotel, un hombre delgado con barba y vestir descuidados, ha colocado un par de sillas frente a la puerta y se ha quedado dormido. Un fino hilo de saliva traza una línea blanca desde la comisura de su boca al vértice de su mentón. Mantiene un equilibrio inestable sobre las sillas, en una postura imposible. Da miedo verlo. Su cabeza bascula cada 3 ó 4 ronquidos y parece que va a caerse. Así que pasamos sigilosamente a su lado y salimos a desayunar, a modo de picnic, en una mesa que hay fuera, junto al aparcamiento. No quisiéramos despertarle. Hace bastante frío, así que el desayuno es muy corto… para no helarnos. Antes de partir intercambiamos la rueda trasera de un par de bicis. Una parece empenada y sufrirá menos si va con alguien ligero.

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Entre Dazkiri y Basmakçi la ruta es buena, algo de viento y muy poco tráfico. Se complica a los pocos metros con el tercer pinchazo del viaje, pero hacemos un cambio rápido y eficaz, como en una parada en boxes, y seguimos pedaleando.
En Basmakçi nos detenemos a comprar agua en la primera tienda que vemos. La dependienta es una señora cubierta de arriba a abajo. Por una diminuta ranura se entrevén sus ojos. Sin verle la cara no hay forma de adivinar si es amable o la edad que tiene. Resulta un contacto frío. Al salir de la tienda… otra señora, mayor y muy sonriente, que parece vivir en la casa de al lado, nos regala un melón. No sabemos el motivo de tanta generosidad por su parte, pero aceptamos con gusto. Tiene muy buena pinta. Un poco más de peso para nuestras sufridas alforjas.

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Toda la zona parece más pobre. A la salida de Basmakçi encontramos una especie de campamento nómada. Chabolas hechas con plásticos y alfombras. Algunas furgonetas. Muchos niños. Hace frío y no nos imaginamos cómo será vivir en esas condiciones. Pasamos de largo con esa amargura.

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Descartamos la ruta de las montañas y pedaleamos hacia Tekin, pero el camino nos reserva una desagradable sorpresa ¿Es que no vamos a tener un día tranquilo? La carretera es completamente recta, con toboganes que suben y bajan sin demasiada pendiente, pero con mucho viento. Sopla de frente con tanta fuerza que formamos en fila de uno y ponemos el plato pequeño y el piñón grande para no desgastarnos.

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El paisaje también nos sorprende. Enormes llanuras sin apenas vegetación, solo este viento huracanado y frío, que castiga sin piedad las escasas viviendas que hay salpicadas, huérfanas en la inmensidad del paisaje. Ninguna parece habitada. Solo de cuando en cuando vemos pasar un coche. No sé por qué extraño motivo suele ser un Renault 12, como si aquí los fabricaran aún. En el interior una pareja de ancianos, o una familia. Miradas tristes y pieles curtidas por una vida de trabajo expuestos a un clima terrible. Todo ello traslada nuestra imaginación a la Tundra en los tiempos del Sóviet.


El viento puede parecer poca cosa, pero es uno de los factores que más endurecen la ruta: no solo aumenta la resistencia al avance sino también te aísla. Te hace mal pensar, sufrir, volverte loco. Cuando llueve o hace frío, pedaleas con más fuerza y, vas incómodo, pero entras en calor. Si la pendiente es muy fuerte, aflojas lo necesario, hasta que llegas al plato pequeño y al piñón grande, entonces, si todavía no puedes, zigzagueas por la pista o te detienes… descansas. Pero el viento no perdona, más allá del plato pequeño y el piñón grande no hay vida. De nada sirve pararse… el viento sigue ahí, no se detiene, no hay descanso posible.
Avanzamos en silencio en fila de uno, cada uno sumido en sus pensamientos, la recta parece infinita. No sopla constante. Fluctúa en ráfagas que zarandean la bici, y tienes que pedalear concentrado en tu propio equilibrio y en la rueda que tienes delante. No hay pueblos ni casas… solo esta aridez que no acaba nunca. Cada colina trae una nueva hondonada y la siguiente colina no te permite ver lo que sigue…

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Transitamos con dificultad por ese "sube y baja" con la esperanza de que, tras la siguiente colina, la civilización aparezca… pero no ocurre. Una y otra vez nuestra esperanza se frustra. Así que, cuando empieza a decaer nuestra resistencia, nos detenemos en una edificación de piedra que encontramos junto al camino. Parece que la han puesto ahí para nosotros. Una especie de establo o cuarto de aperos sin puerta, donde suponemos que se refugian los animales y la escasa población que transita la zona.

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Dentro hay basura y algún excremento, pero silencio. Una suite para nuestras agotadas piernas. Cada uno busca una piedra donde sentarse, sacamos la navaja, el melón y… nos sabe a gloria. Recuperamos el optimismo y, los kilómetros que nos quedan expuestos al viento, se hacen mas llevaderos.

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Antes de alcanzar la ciudad de Dinar giramos a la derecha. Lo hacemos en un pueblo de pequeñas casas dispersas a ambos lados de la carretera. Se llama Tekin y no se ve un alma en la calle. Tomamos un camino de tierra que cruza los campos antes de volver a encontrar la autovía. Tenemos la esperanza de que al cambiar de dirección el viento mengüe, pero no ocurre. Aunque nos pega de lado y se hace más llevadero.


De pronto… un señor nos llama desde su casa. Ha visto pasar al grupo y se dirige al mas retrasado. Sin mediar palabra le entrega unas pocas manzanas. Una para cada uno. Buena persona. Las engullimos sobre la marcha. Hoy, que no hemos encontrado dónde repostar, hemos comido por la solidaridad de la gente. Una vez más, cuando la cosa se pone difícil es cuando te das cuenta de la bondad que hay en el mundo.

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Continuamos por un camino de tierra que atraviesa los campos. El paisaje ha cambiado súbitamente. Crece algo de vegetación y vemos algunas casas. Unos operarios luchan contra un cable de la luz que el viento ha arrancado de un poste y sacude como un látigo en el aire. Tenemos que dar un pequeño rodeo para no electrocutarnos. El camino se estrecha y se convierte en una anfractuosa vereda. Solo unos pocos kilómetros hasta que nos incorporamos a la autovía y el mismo viento que nos ha ralentizado hasta ahora nos hace avanzar viento en popa. Hay esperanza.

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Es curiosa la autovía: cuando llevas muchos kilómetros por camino de tierra… la añoras pero, al rato de circular por ella… ya la odias de nuevo. No nos ocurre ahora porque apenas pedaleamos 10 kilómetros cuando tomamos una desviación hacia Kiliç. Un largo y tranquilo descenso hasta el pueblo. Un dejarse caer por una carretera en buenas condiciones, sin tráfico y sin viento.
Callejeamos Kiliç en busca de la salida hacia Kuyucak cuando… sorpresa… se nos pincha otra rueda. Parece que el día no acaba nunca. Frente a una casa que hay junto al camino empezamos con la maniobra que, al contrario que otras veces, nos demora bastante pues, no nos quedan cámaras y tenemos que poner un parche.
Los propietarios de la casa nos observan a través de los visillos. Trabajamos apoyados en su muro y, cuando salen y caminan hacia nosotros, pensamos que nos van a reprender pero… ¡vienen con una bandeja! Improvisan una merienda en el patio, con una mesa y unas sillitas que parecen de juguete. Traen agua caliente para preparar un café soluble. El padre de familia se sienta junto a nosotros un rato y tratamos de explicarle nuestra aventura. Nos tomamos el tentempié con gusto mientras cruzamos algunas palabras. Una vez más, cuanto más duro se hace el camino, más amable resulta la gente. Luego, la ruta hasta Kuyucak, se hace más llevadera.

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Los kilómetros que quedan son por una carretera asfaltada y en ligero ascenso. El paisaje es extraño: con la caída del sol la naturaleza nos brinda unas vistas preciosas… pero se ve todo muy sucio. Esta zona es famosa por su lavanda aunque ahora no está florecida. Hay gran cantidad de chiringuitos desvencijados que se utilizan para vender la lavanda, perfumes de rosas y muchos otros subproductos de la lavanda, pero todo abandonado y roto. Parece que hacen reportajes fotográficos para las bodas, pues hay gran cantidad de columpios enmarcados en corazones. Ese tipo de cursilada. Imaginamos que, en temporada alta, cuando la lavanda florezca, todo estará más bonito y no habrá tanto plástico y suciedad.

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Aliya Garden es un alojamiento rural muy bien cuidado, tardamos en encontrarlo porque no está anunciado. Al contrario que el hotel de anoche todo está limpio. Una casa familiar preparada para el turismo. La decoración es sencilla, algunos muebles antiguos y otros fabricados con palés de madera. Nos recibe Alí, un joven muy atento que nos deja poner una lavadora. Hacemos un tentempié con los productos que nos ofrece y salimos a dar un paseo. Su madre está en una boda y será quien, cuando vuelva, prepare la cena. En el pueblo está todo cerrado. Durante el paseo una señora mayor sale de su casa y les da un beso a las chicas. No somos capaces de entendernos con ella pero solo ese gesto… el cálido beso de una piel suave, de una mujer en apariencia humilde, buena y sencilla, nos llega al corazón. Parece que el día ha merecido la pena. Llegamos a una gran explanada y contemplamos desde lo alto el atardecer sobre el lago Burdur. Cae la noche y a lo lejos, en la otra orilla, titilan las luces de la ciudad de Burdur como si fueran estrellas.

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Regresamos a oscuras por las callejuelas del pueblo. La madre de Alí ya está en plena faena, la vemos moverse de un lado a otro por la cocina. Nos sirve una cena exquisita en el patio: sopa, habichuelas con tomate, cordero con arroz y melón de postre. Todo ello marinado con un delicioso té de lavanda. Mañana madrugaremos y es una pena, el lugar nos agrada y nos quedaríamos con gusto otro día, aunque no hay nada que ver, solo a descansar un poco.


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