de Egirdir
a Karacaören

en bicicleta hacia Karacaoren

Madrugamos con la idea de salir temprano y, cuando bajamos al desayuno, el cocinero aún no ha llegado. Así que el esfuerzo de madrugar no ha servido. Todo ello crea un clima de animadversión hacia el desayuno. Nada está a nuestro gusto. La fruta demasiado madura, poco variada, nada está suficientemente caliente… o frío, no ofrecen huevos o los traen cuando ya nos vamos…

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Salimos del Hotel Nis con este talante y enfilamos la avenida que transita las orillas del lago. Con los primeros rayos las impresionantes montañas se ven increíbles. Cualquier malestar desaparece de pronto. Hay un gran peñón de granito que se muestra imponente a nuestra izquierda y luego, cuando dejamos atrás el lago, el paisaje cambia completamente.

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La carretera pica hacia abajo, es temprano y nuestros pies van descansados… así que vamos muy rápido. Nos llenamos de bicicleta con ese trotecillo alegre que tan frecuentemente se contagia a los grupos, como si no costara trabajo o todo el día fuera a ser fácil. ¡Pobres incautos! Durante 20 km atravesamos cientos de hectáreas cultivadas con manzanos. Están tan cargados de manzanas rojas que parecen rosales.


La carretera asfaltada con muchos parches y, al principio, bastante transitada. Hay que ir con cuidado porque es estrecha y pasan muchos camiones. Luego, a medida que nos alejamos de Egirdir, el tráfico disminuye y podemos prestar menos atención a la carretera y más al paisaje.


De pronto los cultivos desaparecen y la carretera pica hacia arriba. La primera dificultad montañosa del día. Un frondoso pinar con considerables pendientes que nos obligan a dar lo mejor de nosotros mismos. La vista de las montañas es increíble y, aunque la carretera es de asfalto, también es estrecha y, en más de una ocasión tenemos que apartarnos para dejar pasar al camión de turno. Vemos cabreros y varios rebaños sueltos. Poca gente que viva en la zona.

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Después de ésta primera subida sigue una bajada muy pronunciada. Serpentea entre pinares. Tan larga y tan pronunciada que nos duelen las manos de apretar el freno y tenemos que parar a descansar la mano y ajustar las pastillas. Es una carretera bonita, con hermosos vistas de las montañas pobladas de pinos y algún cañón entre las escarpadas paredes de roca. A medida que la carretera desciende cambia la temperatura del aire y, cuando llegamos abajo, el calor es sofocante.

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¡Qué poco nos dura el frescor que traemos de las montañas! Al poco de descender ya estamos buscando una sombra y… ¡Milagro! Apenas unos kilómetros más adelante, cuando ya sudamos la gota gorda, encontramos un restaurante junto al camino. Un paraíso en medio de la nada. Uno de los miembros de nuestro equipo tiene ganas de vomitar y necesita parar un poco. Se trata de un restaurante junto a un criadero de peces. Un lugar agradable con pequeños comedores a modo de palafitos construidos sobre el río. Cada palafito tiene una pérgola que da sombra a una mesa baja rodeada de cojines y alfombras. Nos quitamos los zapatos y nos lanzamos a los sofás. Resulta muy agradable: la sombra, la suave brisa, el ruido y el frescor del agua. Sensaciones que reconstituyen a cualquiera. Pasamos un rato tumbados tomando un helado y una coca cola.

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No hay placer que cien años dure: tenemos que reemprender la marcha y acometer los tres ascensos que quedan. Unas pendientes que, con el calor y el peso de las alforjas, se nos atragantan un poco. Tras cada una, toca una pequeña bajada para recuperar… y el siguiente ascenso. Parece que no acaba nunca. Un cartel nos alerta de la dificultad que tiene: 2800 metros al 6%. No es mucho… pero debemos estar a más de 30ºC y son las 3 de la tarde. La hora más dura. Te arrepientes de haber traído tantas camisas, o calcetines, tanta pasta de dientes o tantas lentillas… cualquier peso sobra. Nos mojamos la ropa, ponemos un ritmo lento y subimos en grupo sin mayores dificultades. Luego… el último descenso hasta la desviación a la presa en la que hoy nos alojamos. Por caprichos del destino también hay que subir, y esta cuesta es bastante más que un 6%. Algunos echamos pie a tierra. Antes de llegar pasamos por una garita donde nos piden los pasaportes ¡qué raro! Deducimos que el embalse debe pertenecer a la empresa Hidroeléctrica, que controla la entrada y salida de personas. El pueblo de Karacaören también está dentro, un cartel nos informa de sus 234 habitantes, menos que Fuencaliente… pero aún así tiene colegio y mezquita. Luego toca bajar por una carretera de tierra, muy empinada y en muy malas condiciones, hasta las orillas del lago. Solo pensamos en que mañana habrá que subir este mismo camino con el desayuno en la boca.

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El Salki Gool es un alojamiento extraño. Cabañas de madera, distribuidas por la ladera, con todas las comodidades y unas vistas preciosas del embalse y las montañas, todo con muy buen gusto pero en un estado de conservación deplorable. Tuvo que ser un lugar con mucho movimiento algún día, pero a medida que nos instalamos y lo observamos al detalle nos damos cuenta de lo descuidado que está. Aún así nos encanta.

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Tenemos que dejar las bicicletas abajo, descargarlas y subir las alforjas a las cabañas, que están en lo alto. Ni ascensor ni escalera mecánica ni nada… montaña arriba. Tan cansados estamos que subir cargados es lo que nos faltaba. Y el personal debe pensar lo mismo pues, todo el que nos ve, se distrae con el vuelo de una mosca, rascándose la oreja o limpiándose la suciedad de las uñas… para evitar ayudarnos.

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Después de la ducha y la colada nos vamos a la piscina. Está tapizada de un musgo verde, baboso al tacto, y tiene algunas ranas que entonan su particular cantinela… pero es una piscina infinita colgada sobre las vistas del lago. Un lugar precioso para contemplar la puesta de sol. Pedimos vino o cerveza, y picoteamos unos frutos secos. Después de una ruta tan dura te invade una extraña satisfacción… una especie de alegría. Olvidas el sufrimiento y te pones de buen humor, tanto que pasamos el rato riendo y diciendo tonterías, entretenidos en algo tan simple como las bandadas de patos, los aviones que cruzan la estratosfera o el croar de las ranas. Cosas sencillas que, cuando estamos en casa, no llaman nuestra atención. Como si una buena bicicletada tuviera la capacidad de limpiar el cristal de las gafas con las que miras el mundo.

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A las 20:30 cenamos. Tenemos que usar el traductor del móvil porque nadie habla inglés, solo turco. La carta también está en turco… sin dibujos. Imposible acertar con el plato. Aún así comemos bien. Disfrutamos de una larga sobremesa en la que debatimos los detalles de nuestra próxima etapa ¿Vamos a cruzar por un túnel o a rodearlo montaña arriba? Mañana seguiremos bajando hasta llegar a la playa, una zona turística, y queremos ir a un concierto así que… tendremos el día completo. Mejor nos vamos a la cama temprano. Buenas noches.


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