de Wittenberge a Hitzacker

Foto calzoncillos

Etapa de 75 kms que hicimos a una media de 15 kms/hora.
La salida de Wittenberge empezó con un ligero chipichipi que, al cabo de una hora, se convirtió en una buena lluvia. No es que se tratara de una lluvia torrencial, pero sí una lluvia generosa que, cuando pasan las horas y sigue lloviendo, te cala hasta los huesos por bueno que sea tu chubasquero.
A medio día buscábamos dónde guarecernos y poder llevarnos algo a la boca pero, cuanto más llovía más difícil se hacía buscar. Ni se nos ocurría distraernos de la ruta (y alargar el camino) sin tener una idea clara de a dónde ir ni si iba a servirnos para encontrar un sitio en el que guarecernos. Nada de lo que veíamos estaba abierto y, cuando ya íbamos a perder toda esperanza, después de una pequeña escalada que aceleró nuestro corazón haciéndonos entrar en calor, vimos un edificio que parecía un albergue o un colegio, nos acercamos y… sorpresa, aunque completamente vacío, estaba abierto.

Foto del rio

Había un pequeño bar junto a la entrada, Wunderbar se llamaba, y un camarero muy aburrido en la barra que, después de cruzar unas cuantas palabras, resultó ser un tipo agradable (al estilo alemán por supuesto). Había estado de vacaciones en Gran Canaria.
Dejamos nuestros aperos en unas perchas que había en el enorme vestíbulo y nos metimos en el baño a intentar secar los guantes y los calcetines con los secamanos. El anticuado aparatucho no daba abasto para tanta humedad que llevábamos encima y al final desistimos en nuestro empeño y dejamos las pequeñas prendas sobre un radiador que había junto a la entrada. Si nuestras madres nos hubieran visto en aquella tesitura hubieran derramado lágrimas de pena. Luego, en el bar, nos comimos una buenas Bratwurst y un chocolate caliente… eso nos devolvió a la vida.

Foto del rio

De pronto la existencia ya no nos parecía tan mísera, y el trayecto que habíamos hecho… una proeza bajo la lluvia. Aquellas salchichas habían tenido sobre nuestro cuerpo el efecto que las espinacas sobre el de Popeye y, muy dispuestos, recogimos nuestros aperos, secos o no, de los radiadores sobre los que los habíamos puesto y salimos al encuentro con nuestras bicis. Volver a enfundarse aquellas prendas mojadas fue como poner los pies en la tierra. Su tacto húmedo y frío, la promesa de los 30 kms que aún debíamos recorrer hasta nuestro destino, enfrentándonos de nuevo a la lluvia… así de cruel es la vida del cicloturista.
Llegando a Hitzacker, sumidos de nuevo en los más infaustos pensamientos, una bandada de patos nos sorprendió con un maravilloso espectáculo al despegar todos al unísono justo cuando pasabamos a su lado. Nos rescató de la desesperanza y quedamos anonadados contemplando su vuelo, pensando que tendrían en ese preciso momento la misma sensación de libertad que teníamos nosotros porque, en cierto modo, pedalear bajo la lluvia, o la nieve, o el viento o bajo cualquiera de esos fenómenos naturales que habitualmente nos hacen resguardarnos en casa, pedalear en ese momento te transmite la idea de que puedes hacer lo que quieras pase lo que pase… que eres libre más allá de convencionalismos sociales o personales. Y con ese convencimiento seguimos pedaleando hasta entrar en Hitzacker.

Foto de la llegada

Hitzacker es un pueblo pequeño, de aspecto medieval, muy bien conservado cuyo centro histórico se encuentra en una pequeña isla en el río Elba. Este casco antiguo representa no más de 4 o 5 calles pero es bien bonito.

Foto del pueblo

Nos alojamos en el Hotel Buergerstube, en una de esas calles. Está regentado por un pescador y tiene por todas partes colgadas sus fotos y trofeos de pesca (grandes pescados disecados) y hasta unos calzoncillos que debió utilizar en una pesca memorable (no pudimos entender el rótulo que lo explicaba). No llegábamos a imaginar lo que tendría que ocurrir en nuestras vidas para llegar a colgar nuestra ropa interior usada en el vestíbulo de nuestras casas. A nosotros, personas de tierra firme, aquel espectáculo nos pareció una exhibición grotesca, más propia de una obsesión personal que de un museo, y nos inquietaba un poco, pues estaba aderezada por la personalidad del propio pescador, quien era un tipo bastante seco y distante.
Miraras a donde miraras no había donde descansar la vista. Peces muertos, calzoncillos, fotos de otros peces muertos y del propio dueño enfundado en unos pantalones de plástico color mostaza que le llegaban casi hasta el pecho, colgados de sus hombros por unos tirantes, y bajo los cuales uno se imaginaba el lamentable estado en el que debían estar sus calzoncillos allí abajo…
Si he de morir espero que no sea en un sitio como ese, pero intentemos pensar en cualquier otra cosa para terminar la narración de aquel día.
Fuera como fuera el lugar, en el exterior llovía y no estábamos por la labor de buscar otro alojamiento. Nos quedamos allí y no tuvimos ningún problema más allá de alguna pesadilla nocturna en la que nosotros éramos los peces y aquel tipo, enfundado en sus calzoncillos, trataba de ensartarnos su enorme anzuelo.

Foto del hotel

Después de darnos esa ducha caliente que llevábamos deseando a todo lo largo del día y de lavar y poner a secar nuestra ropa salimos a dar un paseo. Pero como hemos dicho, el pueblo es muy pequeño y tras un par de vueltas ya estábamos dentro del Restaurante Canaletto donde tomamos unos deliciosos spaggettis con perejil y ajo, una ensalada con mozarella y unos antipasta magníficos.
Entonados por el buen vino, tras la cena, no nos dió miedo regresar al hotel. Unos sucios calzoncillo no iban a amargarnos el logro alcanzado aquel día. Entramos en el vestíbulo, evitando mirar las paredes, y nos fuimos directamente a la cama.


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Foto puente
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