Foto arboleda

de Elster
a Aken


Distancia 86 kms a 14 km/h
Con pena nos despedimos de Elster y del Hotel Gasthaus Zum Anker. Hubiéramos pasado unos días muy agradables en aquel enclave, pero teníamos que seguir nuestro camino. Hacía frío y una sutil neblina tapizaba el paisaje aquella mañana. El carril bici, pocos metros delante de tus narices, se difuminaba en ella, avanzando por un terreno completamente llano. Al poco se abrió y el espectáculo resultaba maravilloso. Ocasionalmente teníamos que levantar la cabeza ante la sencilla belleza de las bandadas de patos que, en formación militar, diligentes y silenciosos, emigraban hacia al sur o, simplemente, daban su paseo matutino pues, de pronto, otras bandadas parecían dirigirse hacia el norte.
Entretenidos en éstos y en otros menesteres que la naturaleza ponía a nuestro alcance, llegamos a Lutherstad Wittenberg, la Ciudad de Lutero. Entramos por Collegienstrasse, una calle comercial por la que alcanzamos su hermosa plaza donde, frente al ayuntamiento y la iglesia, han erigido una estatua de Lutero.


Foto de Wittenberg


Nos hicimos las pertinentes fotos y recorrimos con las bicis las dos o tres calles que, en paralelo, son el eje del casco antiguo. Elegimos una cafetería y nos tomamos un capuchino en una esquina de su terraza en la que daba un poco de sol pues, corría un aire bastante frío. Muy poca gente.


Foto de Wittenberg


Con el estómago más calentito seguimos nuestro camino hacia la ciudad de Dessau, de donde es originaria la famosa Escuela Bauhaus de arquitectura y diseño. De nuevo hicimos una parada en su plaza donde, otra vez, tomábamos un capuchino o un refresco, cuando un señor que estaba sentado con un grupo de gente en la mesa contigua, se distrae de su conversación para dirigirse a nosotros. Nos pregunta por nuestro origen y, como no habla español, nos traduce una joven que estaba sentada a su lado (su sobrina creo recordar). Por lo que llegamos a entender era el alcalde (o tenía algún tipo de cargo en el gobierno de la ciudad) y nos habla de las maravillas de su ciudad y de lo orgulloso que está de ella y de la Reunificación Alemana que, para nuestra sorpresa, se celebraba precisamente ese día (3 de octubre).
El señor, orgulloso y emocionado porque unos extranjeros que venían de tan lejos se interesaran por su ciudad, se levanta de pronto y, muy educadamente, nos pide que le acompañemos. No entendíamos el motivo ni teníamos la fluidez idiomática necesaria para preguntárselo. Ya andaba caminando hacia su destino y… todos nosotros detrás, en procesión por la plaza.
No es que pensáramos que nos iba a conceder la medalla de oro de la ciudad sino que… ¿Cómo íbamos a negarle ese deseo a un señor que se había comportado tan gentilmente con nosotros? Vaya estampa. Siguiendo al alcalde de una ciudad de la que no habíamos oído hablar nunca, tirando de nuestras bicicletas, sin entender para qué demonios se nos requería.
Fueron solo doscientos metros, hasta que llegamos a un monumento que había al otro extremo de la plaza formado por un marco de hierro del que colgaba una gran campana. Nos miramos unos a otros extrañados pues no es el típico monumento que uno enseña por su belleza. No era ninguna hermosura, algo práctico e industrial, muy sencillo. Ni corto ni perezoso, el señor alcalde (si es que lo era) saca de su bolsillo un mando de esos que sirven para abrir la puerta del garaje, y aprieta el botón. Su cara transmitía la mayor alegría y satisfacción que uno pueda imaginarse. Damos inmediatamente un respingo pues empieza a sonar la campana y el alcalde saca un prospecto explicativo de su bolsillo y nos cuenta que dicha campana fue construida con el metal que resultó de la fundición de 1500 Kalasnikof, tras la unificación de Alemania.
Ese acto simbólico, de fundir los fusiles y darles forma de campana, nos hubiera parecido una ñoñería en cualquier otra parte, pero allí, viendo la importancia que tenía para aquella gente… fue un momento emotivo. La escena ablandó nuestro habitual carácter crítico y tomamos verdadera conciencia de que nos encontrábamos en Alemania del Este, la que había quedado al otro lado del telón de acero y que, el modo de sentir Alemania, la historia, la reunificación era bien diferente al que había en el otro lado. Y todas aquellas ciudades lúgubres por las que habíamos pasado adquirieron también un nuevo sentido pues… si nos habían parecido tristes o desoladas, no era por el mal gusto de sus ciudadanos ni por simple descuido, sino por haber sido víctimas de un pasaje funesto de la historia de Europa. Si en algún momento, a lo largo de nuestras vidas, hemos visto al pueblo alemán como un pueblo herido que lucha por levantarse, fue en aquel preciso momento, delante de aquella campana.
Nos despedimos agradecidos del alcalde y de su sobrina y continuamos nuestro camino con otro talante.


Foto con el Alcalde de Dessau


Dejamos atrás Dessau, que en definitiva era una ciudad de hormigón, con esa estética deslustrada de las ciudades de la Alemania del Este, bloques de casas grises, sin vida y casi no tuvimos tiempo de pensar en lo que habíamos visto. Tanta parada nos había retrasado bastante y Aken era una ciudad pequeña con escasa oferta alojativa. Así que recorrimos con prisa los 16 kilómetros que nos separaban de ella.
La ciudad que nos recibió estaba desierta. Con una quietud y un silencio que auguraban los problemas a los que íbamos a enfrentarnos. Sus calles totalmente vacías y entonces… caímos en la cuenta de que siendo el 3 de octubre el día de la Reunificación, probablemente fuera festivo. Nos dirigimos a una pensión que teníamos recomendada en la guía (Pension Heenemann) y, cuando la encontramos, descubrimos que permanece cerrada hasta verano.
Aken, más que una ciudad, es un pueblo grande; eran las 17:30, el sol comenzaba a ocultarse y empezaba a hacer frío. Miramos a un lado y a otro, buscando agarrarnos a cualquier pista que la ciudad quisiera darnos, miguitas de pan que se dejan para que los turistas encuentren camino. Pero nada de nada, solo ese aspecto desolado… cuando de pronto, una señora aparece. Pasa caminando con su esposo por la acera de enfrente. Los dos en silencio, cabizbajos, y nos miran de reojo. Ella tira de su bicicleta mientras pasean y, al cruzar, nos dirigen una tímida mirada.
Debíamos tener un aspecto lamentable. No había nadie más a la vista así que aquella agradable pareja era todo lo que nos ataba a la posibilidad de encontrar alojamiento aquella noche. Nos acercamos a ellos y, humildemente, le preguntamos por la pensión. Ella tomó las riendas desde el principio. Era una señora mayor, alta y delgada, con el pelo cano sujeto al occipucio en una especie de moño que le confería cierta elegancia. No hablaba inglés, por lo que no entendimos nada de lo que nos dijo. Nos quedamos frente a ella embobados, petrificados, perplejos. Con esa mirada perdida que antecede al ataque de locura y, cuando al fin reaccionamos, le explicamos con gestos nuestra situación. Solo tenía que ver nuestras bicis, nuestras alforjas, nuestros rostros cansado. Ella nos mira con esa tristeza con la que observa uno a un mendigo antes de darle limosna, cruza algunas frases con su marido, hablan no sé qué cosa, se sube a su bicicleta y nos pide que la sigamos.
Lo hizo tan ágilmente y nos pilló tan de sorpresa que nos quedamos rezagados, pero… era nuestra única esperanza de dormir calientes aquella noche así que los que salimos primero apretamos el paso. Ahí va nuestro pelotón tratando de seguir a la amable señora que, aún siendo mayor, nos va dejando atrás en su ligero zigzaguear por las calles. Ningún peatón ni ningún coche.
Se detiene frente a un edificio destartalado en el que también aparece anunciada una pensión. Tan rápido ha venido que vamos llegando de uno en uno. Sube las escaleras, toca a la puerta y sale otra señora que pone cara de circunstancias, la señora se vuelve hacia nosotros con pena. Entonces hablan un rato entre ellas, como discutiendo los pros y los contras y mirándonos de cuando en cuando con lástima. La segunda señora niega con la cabeza, se giran hacia nosotros y nos comentan algo, pero nosotros seguimos allí mirándolas anonadados, sin dar respuesta ninguna. Y siguen hablando un buen rato. Hacen unas llamadas con sus teléfonos móviles y nos indican el modo de llegar a no sé qué sitio. Como ya no nos acompaña entendemos que ha perdido la esperanza y quiere desprenderse de nosotros con alguna excusa. A la derecha a la izquierda. La miramos. Sonríe… y no hay más que decir. Nos subimos a nuestras bicis y nos alejamos. Esperamos oirla gritar detrás nuestro, arrepentida de no acompañarnos, pero no ocurre. Nos envía fuera del pueblo para que nuestros cadáveres no afeen la municipalidad. Nos veíamos durmiendo en la calle, sin más cobijo que nuestras bicis y nuestras alforjas.
Tomamos la dirección que la señora nos dice y avanzamos unos kilómetros por una calle que se aleja del pueblo. Damos con otra pensión que aparece anunciada en nuestro plano (Pension am Dreieck) pero tocamos y tampoco responde nadie. ¿Era ésta la que la señora decía? Cunde la desesperanza en nuestro agotado grupo pero… la señora nos dijo que era más lejos, como 8 kilómetros, y no hemos avanzado tanto, así que queremos confiar en ella y seguimos… seguimos como queriendo agarrarnos a un sueño imposible… hasta que por fin aparece. La Pension 3 Kastanien es un edificio de una sola planta, rodeado de césped y aparcamientos, junto a la carretera. Está cerrado pero al tocar nos abren y nos responden que sí, que disponen de habitaciones. Nos abrazamos en la puerta. Caemos de rodillas ante el recepcionista y le besamos los pies… lloramos… bueno, creo que no fue para tanto.


pension3k


El largo pasillo tiene un aspecto desolado y junto a alguna de las puertas cerradas alguien ha dejado sus zapatos. No estamos para andarnos con remilgos a estas horas. Las habitaciones son dignas y el trato es de lo más correcto.
Estábamos tan cansados que después de ducharnos y hacer la colada, disfrutamos de una sencilla cena en la cafetería de la pensión y nos fuimos directamente a la cama. Ya habíamos visitado el pueblo siguiendo a aquella amable señora.
Desde aquel día, en otros viajes, cuando vamos con retraso o nos cuesta encontrar alojamiento, me acuerdo de aquel orgulloso alcalde y de la bondadosa señora. La veo pedalear ante mi, con su elegancia y su entrega, zigzagueando por las calles frías, mientras repica una campana de esperanza en mis oídos. Y entonces, cautivado por ese espejismo, dejo de sentir miedo pues entiendo, que aquella señora y aquel alcalde no eran sino un ejemplo de la bondad que habita en el ser humano y que nos vamos a volver a encontrar en todas partes, disfrazada de millones de formas, donde quiera que vayamos.


>>PASA A LA PÁGINA SIGUIENTE>>

Foto de la Campana
Foto de Wittemberg
Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España