de
Koovathur

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a
Pondycherry


La etapa transcurrió en su totalidad por la ruta 49. Como salimos temprano y la carretera era buena no nos retrasamos en demasía, sin embargo, ya empezábamos a temer que todo el viaje fuera del mismo modo: carreteras principales extremadamente ruidosas con un tráfico rápido y peligroso que, aunque nos permitían avanzar deprisa, nos exigían un grado de concentración que te agota.
Fue una mañana de puro trámite en la carretera, y se nos pasó volando, tan concentrados como íbamos en el camino. Alcanzamos Pondycherry pasado el medio día. La ciudad nos recibía con esa extraña tranquilidad veraniega que tiene, y que sorprende por el contraste con las poblaciones cercanas.

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Giramos a la izquierda hasta alcanzar la carretera que va paralela a la costa, con su gran avenida junto a una playa en la que no hay nadie bañándose. Algunos turistas pasean en pantalón corto, exhibiendo sus blanquísimas pantorrillas. Justo en mitad de la avenida hay un monumento en recuerdo a Ghandi, una constante a lo largo de todo el viaje, y tras él un parque de frondosa vegetación, muy transitado.

Foto de Pondycherry por la noche


PONDYCHERRY:


Esta ciudad costera con nombre de mermelada fue colonia francesa hasta la década de los 50, por lo que, según se dice, aún se habla francés en sus calles. Llaman la atención su gran avenida paralela a la playa y sus calles limpias. Los grandes edificios, de arquitectura colonial francesa, han sido reconvertidos en pequeños hoteles y miran al mar desde las primeras filas, pero también pueden verse algunos en estado ruinoso, necesitados de una buena capa de pintura o cubiertos de vegetación, en los que parece que la gente vive. Nos alojamos en uno de esos hoteles (Le Château) y salimos a pasear por el centro. A medida que te adentras en la ciudad, zigzagueando por las pequeñas calles y alejándote de la playa, ésta se transforma en un lugar diferente, una ciudad cualquiera. El mismo tráfico intenso, el mismo olor a gasolina y aceite quemado, el mismo desorden y los mismos bocinazos que puedes encontrar en cualquier otra parte. Ya oscurecía cuando dimos por casualidad con un recoleto mercado, y nos adentramos en él. Como era peatonal apenas había ruido. Estaba salpicado por la luz de los pequeños puestos, el color de verduras y especies, y el agradable aroma de las flores que, ensartadas en un hilo, colgaban en ristras del techo de algunos de pasillos. Luego visitamos un templo cercano: Templo de Sri Manakula Vinayagar (visita obligada en las guías).

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Dejamos nuestros zapatos en un puestito que había en la entrada y en el que se paga la voluntad a la hora de retirarlos, y nos quedamos embobados contemplando cómo, el triste elefante que tienen encadenado en la entrada para recibir a los peregrinos, te toca la cabeza si le das un plátano o unas cuantas monedas. Todas las familias quieren hacerse una foto.
El interior del templo era bien diferente a los que vimos luego. Recordaba más bien a un local social muy animado donde las familias y los grupos de amigos, sentados en corro en el suelo, comían y departían muy animados. Hicimos cola para que un sacerdote de barba blanca, muy descuidada que amarilleaba en las puntas, nos bendijera poniéndonos: Bhasma (ceniza sagrada) en el entrecejo. La ofrenda económica se da por sentado.


Para alojarse en Pondycherry:


Hubiéramos deseado alojarnos en el Hotel Villa Shanti del que habíamos leído muy buenas críticas en Booking y Tripadvisor, o en el Palais de Mahe (ambos caros y situados en la zona conocida como Ciudad Blanca) pero no había disponibilidad ese día. Así que nos decidimos por el hotel Le Château, en una pequeña calle paralela a la playa (muy próxima a aquellos). Tiene una balconada colonial en lo alto de la fachada de aspecto coqueto y bastante agradable. La entrada, sin embargo, está en penumbra y es recovecosa, con el techo demasiado bajo para resultar espaciosa, y dispone de un mísero bar más allá de la recepción, donde no suele haber nadie. Un enorme mostrador de madera oscura contribuye a dar pesadez al ambiente. Los pasillos en dámero le dan a las zonas comunes un aspecto clásico a la vez que moderno, resulta simpático pero es un efímero espejismo de lo que has de encontrar luego. Las habitaciones son pequeñas y también oscuras, con muebles de madera, al estilo de la época, y paredes pintadas con pintura plástica blanca. El baño es una verdadera tortura para cualquier arquitecto. Una columna en el centro y la ducha junto a la entrada. Hay que mojarse los pies para salir del lavabo. La pequeña ventana da a un triste patio trasero.
El edificio dispone de dos azoteas. Una en lo alto que mira hacia el mar (casi sin verlo) en la que hay un pequeño bar, y otra en un plano inferior sobre la fachada, con vistas a la calle y a los tejados vecinos. En esta última está el restaurante. Mientras tomábamos una cerveza Kingfisher© observábamos al cuervo que, desde un muro medianero, esperaba pacientemente a que los comensales desatendieran su mesa para hacer un vuelo rasante que le pudiera resultar provechoso. Al fin se abalanzó sobre una mesa cercana. Tomó un trozo de sandía y regresó con él en el pico. Desapareció al otro lado. Los platos de marisco y herencia gala desmerecen a la cocina francesa.


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