de Kampong Chhnang a Pursat

Foto

Hay etapas que están ahí solo para salvar la distancia entre un sitio y otro, etapas que ofrecen poco, solo una carretera sinuosa con el firme en malas condiciones, mucho tráfico y mucho peligro. Etapas en las que hay que apretar el culo, mantener la formación, estar atentos y seguir adelante.
Esta mañana, cuando dejamos Kampong Chhnang (Kompung Chinang), aún no sabíamos que sería una de esas etapas. Abandonamos sus destartaladas calles con la pena de quien deja atrás un sitio auténtico pero también con la pena que te provoca un lugar que podría dar mucho más de sí con la orientación adecuada. Cruzamos el pueblo por sus callejas para retrasar la incorporación a la calle principal… pero son solo quinientos metros. No existe otra alternativa.

Foto

Todavía la carretera es amable, te acaricia el frescor de la mañana y hay pocos camiones. Unos kilómetros en los que la calle está adornada por decenas de tiendas de cerámica que exponen sus vasijas pintadas de vivos colores junto a la calle. Poco más adelante torcemos a la derecha para hacer unos kilómetros por las carreteras secundarias que, como en tantas ocasiones, están en muy buen estado. Pero se trata de la etapa más larga del viaje y no nos podemos demorar demasiado en la zona rural. La ruta entre Kampong Chhnang y Pursat es muy recta y cualquier alternativa alarga la distancia por encima de los 100 kilómetros, por lo que regresamos a la calle principal y hacemos 80 kilómetros por ella.

Foto

Pasamos bajo el característico arco que anuncia la entrada a los templos y a determinados barrios (en este caso salida) y ya estamos de nuevo en la carretera. Es una calle con el asfalto en muy mal estado, sin arcén y con un tráfico que no entiende de normas. Adelantan en cualquier parte, tanto los que vienen en tu sentido como en el contrario, incluso grandes camiones a velocidades inapropiadas para una carretera como esa. Se siente el peligro.

Foto

No se trata solo de pedalear, hay que estar muy atento, y eso con el paso de los kilómetros te agota. Después de unas horas paramos a comer en un lugar muy humilde que había junto a la carretera. Nos costó encontrar un sitio porque al contrario que en tantas otras paradas, aquí, la densidad de población es menor, y no frecuentan los pequeños puestitos con sus neveras naranjas junto a la carretera.
Estamos tomando un refresco cuando llega un padre con su hija en una scooter. La niña no debe tener más de dos años y va sentada en la parte delantera del asiento con sus manitas sobre el volante. El padre aparca la moto y viene hasta el barcito, dejando a la niña sobre la scooter. Nosotros, tomando nuestro refresco, no le quitamos ojo de encima. Nos parece increíble el modo en que la niña sonríe desde donde se encuentra sentada, que solo le falta guiñarnos el ojo. El padre dedica unos 20 minutos a hablar con los propietarios, risas y gestos de confianza, y su hija sentada en la moto, sin rechistar ni decir esta boca es mía. Luego el buen hombre compra una bolsa de frutos secos, se acerca a la moto y se los da a la niña, que los toma con su manita. El padre se sienta tras ella, arranca la moto y se van los dos… él conduce y ella sujeta la bolsa de frutos secos con una mano y se agarra al manillar con la otra. De pronto, cuando hacen la maniobra para incorporarse a la calle, la niña se gira hacia nosotros, separa su manita del manillar y, mientras sonríe, nos dice adiós, sacudiendo con picardía la mano que tiene libre. No suelta los frutos secos… ¡Y NO SE CAE! Mantiene el equilibro sobre el asiento como una peonza, con la facilidad de quien lo hace todos los días.
Nos quedamos impresionados… y no tanto por las capacidades de esta niña como por la de los niños en nuestro país, donde están tan protegidos que los hemos convertido en verdaderos inútiles. Ni por asomo serían capaces de esperar a su padre sentados tanto tiempo sin echarse a llorar desde el primer minuto.

Foto

No hay mucho más que contar del resto del camino. Concluidos los 97 kilómetros llegamos a Pursat. Es una ciudad destartalada y sucia como cualquier otra. Nos recibe con un equipo de regatas entrenando en el río (o eso nos imaginamos que hacen). Unas canoas estrechas y muy grandes. La megafonía a todo volumen, que uno no puede abstraerse, con algún tipo de música ligera de la zona y la voz de un locutor que debe estar radiando el acontecimiento.


El Hotel KM es una mole blanca, con un enorme vestíbulo en la planta baja y largos pasillos mortecinamente iluminados en las plantas superiores. Las habitaciones muy grandes y vacías.

Foto

Después de instalarnos quedamos en la piscina para lo de siempre: comentar las experiencias del día, darnos un baño y tomar un gin tonic. Todavía no nos quitamos de la cabeza la imagen de aquella niña sentada sobre la moto, y el modo en que, pacientemente esperó a su padre y se soltó del manillar para despedirse.
La piscina es enorme (casi 50 metros) y está situada en la parte trasera del hotel, directamente sobre el río. Está plagada de niños lo cual, junto a la música y la retransmisión de las carreras de canoas, convierten el baño en una especie de absurdo castigo al que, ni siquiera por esas incomodidades, renunciamos.
Cuando ya está anocheciendo salimos a cenar a la Pursat pizza House, a cuatro o cinco manzanas del hotel. Nos apetece algo distinto, descansar de la dieta camboyana, y el restaurante está muy bien valorado. Nos sirven una buena pizza (para no estar hecha por un italiano), y la cena nos cuesta 52 dólares para 6 personas. Sin embargo, como solo disponen de un horno pequeño, van sacando las pizzas de dos en dos, de modo que, cuando los últimos empiezan a comer, los primeros ya han terminado. Por lo demás, ya digo, está bastante bueno para hacer un descanso en la comida Jemer.

>>PASA A LA PÁGINA SIGUIENTE>>

Foto
Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España