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de Cai Be
a Can Tho


Amanecemos frente al Mekong, con sus barcazas, sus remolcadores y sus canoas de pescadores paseándose arriba y abajo frente a nuestra ventana. Mis pies descalzos sobre la cerámica vieja de la habitación del Mekong Riverside Cai Be, me llevan a la terraza, y me quedo embobado observando ese tránsito de personas, mercancías y embarcaciones destartaladas. La sangre de una región que nace, vive y muere en el río.
Desayunamos con un apetito voraz, del que no sabes si se debe al hambre o solo busca demorar la salida, refugiándose en la fruta fresca, en la leche con cereales, en los huevos fritos. Los ojos legañosos y, entre mordisco y mordisco, alguna palabra. Compartimos las reflexiones sobre lo que ha ocurrido u ocurrirá hoy sobre nuestras bicicletas. Alguna anécdota… algún temor…
– Hoy la ruta es más larga… y tenemos que cruzar dos puentes colgantes muy largos.
Tras el check out empezamos nuestro camino y, para evitar la autopista, tratamos de bordear el río siguiendo las diminutas carreteras que hay en el mapa. Son tan pequeñas que dudamos de las condiciones del firme, tal vez ni siquiera sean transitables, solo veredas que buscan la entrada de agua casa… pero preferimos equivocarnos a enfrentarnos al denso tráfico de la carretera.


Tenemos suerte y, en un requiebro que hace la costa, hay un pequeño trasbordador detenido, como si nos estuviera esperando. No estaba planificado pero decidimos subirnos, sin ni siquiera preguntar nada. Todos nos dejan paso mientras nos miran curiosos. Cruzar a la otra orilla puede ser una buena idea. No tarda mucho en hacer el trayecto pero, al poco de alcanzar la orilla, suben algunas motos pero nadie se baja. Estamos en la parte trasera y no podemos movernos si los de adelante no avanzan y… ninguno se mueve. Nos revolvemos inquietos y vuelve a arrancar sin darnos la oportunidad de apearnos. Quedamos anonadados, perplejos – ¿Qué pasa? – Imposible comunicarnos. Nadie entiende lo que decimos… ni en español ni en inglés… Solo aspavientos. Probablemente su destino sea otro, recoge a pasajeros en ambas orillas de este pequeño afluente para llevarlos a un destino mayor, en el rio principal o en cualquier otra parte. Cualquiera sabe. No podemos arriesgarnos a que nos lleven a… quién sabe dónde, y protestamos enérgicamente. Señalamos la costa, hacemos ruido. Signos y exclamaciones que dan su fruto. Los pasajeros se solidarizan con nuestra angustia y también hacen gestos al capitán del barco quien, hace retroceder la barcaza para que podamos bajarnos. Como está sentado en su puesto de conducción, sobre una especie de tejado que tiene la nave, pagamos a un vendedor de lotería que se ofrece a cobrarnos. Le enseña el dinero recién recaudado al capitán y empezamos a movernos hacia la proa del barco, donde está la salida. Todos los pasajeros se mueven, como los coches en un atasco cuando aparece una ambulancia. Vamos pasando y, cuando llegamos a tierra firme, nos despedimos agradecidos. Vemos la barcaza zarpar y cómo, con su ruidosa cadencia, se aleja.

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Ha sido un susto necesario para despertarnos. De ahí a la autopista el camino es tranquilo. Una estrecha lengua de asfalto, salpicada de pequeñas viviendas y una exuberante vegetación que hace pintoresco el camino.

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Alcanzar la autopista y olvidarte de la tranquilidad y la belleza va todo en uno. Nos deja horrorizados su aspecto, pues no esperábamos que se tratara de una verdadera autopista: dos carriles en ambos sentidos y un muro de hormigón en la mediana. Buscamos un sitio para cruzar y avanzamos por ella más de veinte kilómetros, hasta alcanzar el imponente puente colgante de Ving Long.

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No es un camino agradable. Hay mucho tráfico de camiones y tenemos que estar muy concentrados. No se siente peligro porque la carretera es ancha, con dos carriles, y los coches no tienen necesidad de pasar muy pegados. Cuando ves el puente a los lejos se te quita el hipo. Es un puente colgante bastante grande. Le tienes respeto pues en España cruzarlo en bicicleta sería impensable. Una larga tira de asfalto sin escapatorias en la que, si llegara a ocurrirte algo quedarías ahí atrapado… pero no ocurre. Alcanzamos el otro extremo sin ningún incidente.

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Poco más adelante volvemos a tomar una carretera secundaria, y es un respiro. Uno de los más paseos más hermosos que hemos hecho hasta ahora.

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Muchas casitas humildes, aunque algunas, tienen ese gusto estridente y voluptuoso del que hacen gala los vietnamitas, pero la tranquilidad, la hermosa vegetación, las flores de vivos colores a ambos lados de la carretera… dibujan en nuestro rostro una sutil sonrisa.

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Flores, rojas y amarillas, que no pueden haber nacido ahí por casualidad sino que deben ser fruto del buen gusto de los vecinos. Un verdadero regalo para el ciclista, tan acostumbrados como estamos en esta tierra, al desorden y la arbitrariedad en el camino.

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Finalmente, antes de volver a tomar la autopista para entrar en Can Tho, enormes extensiones de arrozales con algunas cuadrillas de hombres trabajando la tierra con sus característicos sombreros cónicos de paja. Es una imagen tan asociada a Vietnam, y que hemos visto tan poco hasta ahora, que nos detenemos a disfrutar de ella un momento y, por supuesto… a sacar unas fotos.

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Luego regresamos a la autopista y ésta nos lleva al puente colgante de Can Tho, el mayor de Vietnam.

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También a éste le tenemos respeto pero lo cierto es que, al alcanzarlo, descubrimos que no es para tanto.

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Es grande, muy grande, y dispone de un buen arcén, muy ancho, para las motos. Las única bicicletas que vemos son las nuestras.

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Así, rodeados de camiones, velocidad y bocinazos, entramos en la ciudad más grande del Delta del Mekong. Ya desde el puente vemos el hotel VinPearl a lo lejos, y lo seguimos viendo todo el trayecto a medida que nos acercamos. Es una torre muy alta que no pasa desapercibida. Nada que ver con los pequeños hoteles coloniales que nos han acogido estos días. Nos sorprende la desagradable recibimiento. Nos hacen llevar las bicis al aparcamiento antes incluso de bajarnos, como si no fuéramos bienvenidos. Nos cobran por adelantado y nos piden una señal. No suele ocurrirnos esto, por lo general la gente no se hace una opinión negativa de nosotros porque viajemos en bicicleta. Se ve que hoy hemos sudado mucho y no debemos tener buena pinta.

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Después del preceptivo gin tonic en la piscina, nos vestimos y nos vamos a cenar fuera. No más bicicleta por hoy, por favor… tomamos un taxi. El restaurante Phuong Nam está junto a la Pagoda ONG, en la calle Hai Ba Trung. Es una gran avenida costera, muy transitada por vietnamitas y por turistas. Visitamos la Pagoda pero no nos parece gran cosa. El ambiente es agradable, los retablos labrados son hermosos y tiene multitud de espirales de incienso colgadas del techo, pero es demasiado pequeña como para dejarte admirado. Una pequeña y sencilla Pagoda que no tardamos más de 15 minutos en visitar. El restaurante Phuong Nam está a 10 metros y muy bien valorado en Tripadvisor, pero es el típico restaurante para turistas. Se ve que TripAdvisor es una aplicación que los vietnamitas no usan y buena parte de las valoraciones han sido hechas por los turistas y, por lo visto, no tienen el delicado gusto que tenemos nosotros. No nos resulta caro (1300000 VND para 6 personas) pero la comida no es nada del otro mundo (ni tan siquiera de este). Luego tomamos un helado de Durian, en la calle. No sé ni cuantas veces hemos probado esta fruta esperando llegar a cogerle el gusto… nunca lo conseguimos. Su sabor siempre nos resulta desagradable. Así que después del durian, nos tomamos un helado de cualquier otra cosa para quitarnos el mal sabor de la boca, y regresamos al hotel para acostarnos pronto. Mañana hay que madrugar para visitar el mercado flotante de Cai Rang.

DIA EN CAN THO


En Can Tho es obligada la visita al Mercado flotante de Cai Rang.

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Se trata de el mercado flotante mayorista más grande del Mekong y se encuentra a 6 km rio arriba. Ser un mercado de mayoristas tiene ciertas particularidades que lo diferencian del resto. Significa que, al contrario que otros mercados donde tanto vendedores como compradores van en barcas pequeñas, muy similares todas, aquí los vendedores van en barcazas muy voluminosas que transportan gran cantidad de producto. En lo alto de la barcaza ponen un palo, a modo de mástil, del que cuelgan una muestra de su producto (una calabaza, una piña, un pepino…) para que los compradores sepan lo que puede ofrecerles.

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Los compradores pululan en torno a estas barcazas en barcas pequeñas. Se detienen, preguntan, compran o no, y siguen con su camino. También hay algunos vendedores en barcos pequeños pero venden otro tipo de productos: comida para turistas y para la gente que está comprando.

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Quizás no sea tan pintoresco como los mercados flotantes que habíamos visto hasta ahora, pero es algo que merece la pena ver, en cualquier caso.

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Para visitarlo puedes ir por tus propios medios al Ninh Kieu Quay (en la calle Hai Ba Trung de Can Tho) y contratar allí una barcaza que te haga la visita, es la opción más económica. Sin embargo, dado que se recomienda hacerla muy temprano y que no nos apetece madrugar para buscar, regatear y contratar a oscuras, decidimos contratar la excursión en el vestíbulo del hotel con la empresa Can Tho River Tours. Elegimos la opción SPIRIT OF CAN THO, por 600.000 VND por persona. El precio, en comparación con lo que uno puede conseguir por ahí, es un verdadero disparate. Te recogen en el hotel, te llevan en taxi al embarcadero y en lancha hasta el mercado. Una excursión de 3 horas que incluye la visita a una fábrica familiar de noodles y un delicioso tentenpie. Nada que no puedas organizar por ti mismo si dispones de iniciativa y un poco de tiempo.

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No somos amigos de este tipo de actividades organizadas pero a veces desacansar de la imprevisibilidad también relaja, y no es la típica emboscada para turistas… aunque lo será pronto. La excursión empieza a las 5:15 am en el vestíbulo del hotel y a las 8:30 ya estamos de vuelta para el desayuno.

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Ya de vuelta, mientras unos se quedan a descansar en el hotel (siesta de media mañana) otros salimos a cambiar dinero al banco y a comprar algunos enseres que se nos han deteriorado. Luego, caminamos juntos hasta la Phat Hoc Pagoda, un enorme edificio de arquitectura tradicional que está en una esquina de la Avenida Dai Lo Hoa Binh y en el que hay que subir tres pisos para poder admirar la estatua de Buda esculpida en madera. Desde la calle la Phat Hoc Pagoda parece una enorme estantería de madera. Luego, cruzando la calle, visitamos la Munirensay Pagoda.

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El exterior de la Pagoda Munirensay es bonito, con unas torres en pan de oro y un estilo completamente diferente al de la Phat Hoc Pagoda. La nave principal está cerrada y un monje que anda por ahí nos abre la puerta para que podamos visitarla. El interior es sencillo, con muchas estatuas que representaban a Buda en diferentes etapas de su vida. El monje nos explica, en correcto inglés, el sentido de cada estatua y nos invita a tomar un té en las instancias inferiores. Se le ve un hombre tranquilo y necesitado de conversación (además de algún pequeño donativo que no nos pide directamente pero que nosotros depositamos en la hucha que hay al efecto). Nos habla del funcionamiento del templo, de cómo acogen a niños con dificultades (geográficas o de comportamiento) para educarles y sacar adelante sus estudios y de cómo es la vida en la zona. Se diría que , tomando el té con él, somos gente que se integra a la perfección en el lugar que visita, pero no es cierto y, pretenderlo, sería un ejercicio de soberbia muy lejos de nuestras humildes pretensiones. Somos cicloturistas, ni más ni menos que cualquier otro turistas que llega al templo en un autobús atestado, cámara en mano. Nos despedimos del amable monje y regresamos al hotel dando un largo rodeo por el mercado callejero que hay paralelo a la ribera, donde compramos algunas frutas y nos mezclamos en el bullicio que empieza a crecer en la zona a medida que avanza la tarde, y no solo de gente comprando… niños haciendo los deberes, familias comiendo o viendo la tele… y todo se hace en la calle, a la vista de todos.

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Llegamos al hotel sobre las 19:00 y cenamos en un centro comercial adyacente. Una cena que nos cuesta barata pero no nos gusta demasiado… es un restaurante sin alma. Después de la cena, como tantas otras noches, nos vamos directamente al hotel.
Desde las enormes cristaleras de nuestra habitación se tiene una impresionante perspectiva de todo Can Tho, con sus millones de luces, estáticas y en movimiento, que se diría que la ciudad no descansa. Semáforos, carteles publicitarios, coches. Como la cristalera ocupa al completo una de las paredes, dejamos las cortinas abiertas y nos quedamos dormidos observando ese curioso paisaje. Cada una de esas diminutas luces representa un instante en la vida de una persona, o de una familia entera. Imaginando esas vidas nos quedamos dormidos. Mañana, después de este día de descanso, tomaremos de nuevo la bicicleta.


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