de Takeo a Nom Penh

Foto


El cambio ayer, al pasar la frontera desde Vietnam, nos resultó tan fuerte que hoy despertamos con la angustia de lo que pueda deparar el día. Y no solo por la experiencia del visado (ver etapa previa) sino por los radicales cambios en la fisionomía del país. De pronto los campos están anegados aunque no aparezca en el mapa, los pequeños pueblos por los que hemos pasado están aún más destartalados que los vietnamitas con una suerte de pena, de silencio y abandono que da la impresión de tratarse de un país roto. Más allá de la carretera principal se diría que no hay nada y la idea de empezar hoy por carreteras secundarias nos despierta cierto desasosiego.



Sin embargo la salida de Doun Kaev, hacia el interior en lugar de ir hacia la carretera, es más sencilla de lo esperado. Algunos charcos con barro y unos socavones enormes en los primeros caminos pero luego la cosa cambia.


Foto


Las carreteras secundarias son de tierra pero ésta ha sido perfectamente aplanada y se circula con facilidad por ellas. El paisaje, siendo el mismo, es también diferente.


Foto


Algunas zonas muestran esos inmensos terrenos anegados, donde los agricultores, con escasos medios trabajan, y siempre con ese color marrón taciturno que no invita al regocijo.


Foto


Sin embargo, más relajados que ayer, aprendemos a encontrar la belleza en esa inmensidad estéril, yerma, aparentemente infecunda.


Foto


A ambos lados de la carretera, con mucha menos densidad poblacional que en Vietnam, hay núcleos poblacionales que tienen un aspecto bien diferente a los vistos ayer. En torno a la carretera principal parecían ciudades fantasma, sin alma ni esperanza alguna. Hoy, los pequeños pueblos que vemos, y las cientos de casas desperdigadas a lo largo de toda la ruta (siempre escoltando al camino) tienen un encanto pueblerino.


Foto


Sin profundizar demasiado en lo que vemos, a simple vista nos llama la atención la presencia de ganado y los pequeños altares con sus palitos de incienso a modo de ofrenda, que los campesinos colocan dentro de sus parcelas mirando al camino. Ni una cosa ni otra eran habituales en el paisaje vietnamita.


Foto


La arquitectura de estas viviendas, si bien utiliza materiales más endebles y probablemente más baratos (madera y planchas metálicas pintadas a veces con vivos colores) que los que emplean los vietnamitas (cemento y azulejos), están construidas con mayor gusto.


Foto


Y los camboyanos, como ya comprobamos ayer, siendo menos extrovertidos que los vietnamitas, buscan con mayor ahínco contactar con nosotros (sobre todo los niños, que vemos jugando en las calles, probablemente porque el índice de escolarización es menor que el vietnamita). Y destacan por su piel más oscura, su frente estrecha, densa mata de pelo negro y angulosas facciones.
Nos detenemos a hacer unas fotos a los pescadores y a las personas que trabajaban en los campos de arroz y a hacer una pequeña visita a la Khsach Sor Pagoda. Dejamos las bicicletas fuera del recinto por si les molesta que entremos con ellas.


Foto


Tras unos 30 kilómetros, cuando empieza a apretar el calor del medio día, hemos pedaleado mucho y avanzado poco pues, las carreteras secundarias de tierra no permiten ir más deprisa. Ha merecido la pena pero urge adelantar terreno si queremos llegar a Phnom Penh siendo de día. Así que nos incorporamos a la carretera principal y todo cambia. No hay más sombra, ni más fotos ni paradas ni sonrisas. Viento en contra, coches, mucho calor y mucho ruido. Hacemos varias paradas para llenar las botellas y tomar algo antes de alcanzar la ciudad. Tener que ir tan atento te agota.
Luego… la gran ciudad. Nuestra entrada es la apoteosis del día. El tráfico en Phnom Pen es imposible. El caos es tal que pasamos más tiempo parados que pedaleando. Tratamos de avanzar lo que podemos entre el enjambre de coches, siguiendo a los scooter, pasando por el arcén o por la acera, sorteando socabones, obras, vehículos de tracción animal, peatones… Todo ocurre muy lento y tienes que estar muy atento a todos los factores y al propio grupo. Perderse ahora no sería plato de gusto para ninguno. Y aunque no siempre conservamos la integridad del pelotón, al igual que se rompe, se reagrupa. La ciudad se nos hace eterna, como si no fuera a acabar nunca. Hasta que, cuando ya estamos en las proximidades del hotel, nos perdemos y tenemos que dar un par de vueltas para encontrarlo.


Foto


No hay mal que cien años dure y, al final, llegamos. The Plantation Urban Resort and Spa nos recibe con aparente indiferencia, como si nada de lo que ocurre fuera tuviera que ver con ellos y todo hubiera sido un mal sueño. Las toallitas húmedas con que nos agasajan en la entrada para que nos refresquemos tornan su inmaculado blanco en un marrón chocolate. Nos sabe a gloria y, aunque te limpia la cara, no te borra la memoria. No hay palabras para describir lo vivido. Dejamos las bicis en la calle, frente a la puerta, y nos instalamos como zombis que buscan su tumba sin terciar palabra. Esa mirada perdida del que está exhausto.


Foto


El hotel es un oasis de tranquilidad y buen gusto en el centro de una ciudad bulliciosa y caótica. Paredes blancas y un entreverado de patios habitados por una frondosa vegetación tropical que te ayudan a olvidar lo que hay al otro lado de sus muros.
Rato después, quedamos en la piscina para comentar las incidencias del viaje. Esos instantes que por su intensidad o belleza han quedado gravados en tu retina… y necesitas compartirlo. Cada cual cuenta una historia distinta, como si participara de un viaje que no es el tuyo porque, aunque vayamos juntos, cada uno mira para donde le da la gana e interpreta lo que ve a su manera. Una puesta en común que te abre aún más la mente si cabe, mientras… das un largo sorbo al gin tonic… contemplas el cielo, margullas… el antídoto perfecto para el estrés vivido en los últimos kilómetros del día.
Tras el reparador chapuzón… ducha en la habitación, ropa limpia y salimos a dar un paseo. Llevamos nuestra colada a una lavandería cercana y cenamos en un restaurante francés que hay en las proximidades. En Chez Gaston, por 95 dólares (6 personas), comemos de maravilla y, a pesar de algún ratoncillo que se pasea ante nosotros, la cena merece la pena, nos regresa al mundo. Luego un paseo hasta el hotel. Las calles están muy animadas, esa mezcla de razas tan cosmopolita y alegre, establecimientos con barbacoa en la calle, gente joven, alegría. Estamos rotos y nos vamos directamente a la cama. Mañana, la visita a la ciudad, comenzará temprano.


Día en Phnom Pen


Nos dejamos llevar por la pereza del día después y desayunamos más tarde que de costumbre. No hay kilómetros ni ruta que pedalear, pero un poquito de turismo es obligado. Salimos sobre las 8:00 para evitar luego las calurosas horas del medio día. Resulta que el hotel está en las proximidades del Palacio Real y no hay que caminar demasiado. Rodeamos el muro que lo circunda hasta encontrar la entrada y hacemos la pertinente visita.


Foto


El recinto está formado por jardines exquisitamente cuidados salpicados por distintos monumentos con la característica arquitectura Jemer, todo muy bello en su conjunto y por separado. Lo que a un lego en arquitectura le sugieren estas construcciones tan particulares es que hubieran dispuesto, en la zona central del edificio, un tejado sobre otro. Ello engrandece la nave y las tejas de vivos colores, amarillo, naranja, rojo y verde, realzan su belleza.
El edificio principal es la Sala del Trono donde aún celebran la recepción de credenciales de los embajadores. No se puede pasar ni hacer fotos y, como todas las puertas están abiertas, los turistas se asoman y disimuladamente estiran el brazo, cámara en mano, a ver si cuela. Es la triste naturaleza de chinos y latinos, la picaresca, pero ni corta ni perezosa la vigilante que custodia la sala te pega con su abanico cuanto lo intentas. Así de ingrata es la vida del turista avispado.


Foto


Luego visitamos la Pagoda de Plata también conocida como la Pagoda del Buda Esmeralda. El edificio no desmerece al anterior pero su interior no está tan ricamente decorado. Sin embargo sí se puede entrar. Sus nombres provienen de las baldosas de plata con las que está hecho su suelo (que apenas se ven porque están cubiertas) y el Buda verde expuesto en la zona central del recinto. Se exponen, además de ésta, cientos de estatuas de Buda de diferentes tamaños y en distintas posturas. Alguna de ellas es de verdad bonita, pero el conjunto resulta un tanto destartalado y feo. Ventiladores, turistas haciendo fotos, vigilantes distraídos, creyentes haciendo reverencias y ofrendas… un maremagnum desconcertante.


Foto


Salimos de los jardines de Palacio y recorremos el paseo de la ribera hasta Wat Ounalom, un templo budista que hay en las proximidades y que, como tantos otros, resulta muy bonito y exótico desde fuera pero por dentro nos parece descuidado y desapacible.


Foto


Te puedes sentar frente al Buda, en las alfombras que tapizan el suelo, y es agradable, pero toda la luminaria que rodea al altar, con fluorescentes y juegos de luces, distraen tu atención de todo misticismo.


Foto


Al salir tomamos un tuc tuc, por 3 dólares hasta el museo Toul Sleng, dedicado al genocidio de los Jemeres Rojos durante el mandato del tristemente conocido Pol Pot (Hermano Número Uno). El museo es un antiguo colegio que sirvió de centro de internamiento y torturas en la época, y está todo crudamente explicado. La visita con audio–guía en español cuesta 8 dólares por persona y 5 sin audio–guía. La verdad es que yo pedí el audio–guía pero después de las tres primeras explicaciones no fui capaz de entrar en ninguna sala del museo ni de seguir escuchando la descripción de la crueldad que allí tuvo lugar.
Contradicciones del ser humano, a la salida del Museo de los Horrores de la Guerra nos retiramos al hotel y almorzamos en la piscina como si nada de todo aquello hubiera pasado. Las torturas, las humillaciones, la muerte. Y luego, mientras algunos dormimos, otros vamos a buscar la colada a la lavandería cercana donde la dejamos ayer (1 dólar por kilo de ropa).
Después del refrescante descanso, por la tarde, tomamos un tuc tuc para visitar el Mercado Central. Quedamos sorprendidos por la cantidad de pescado y marisco que tienen. Dadas las dificultades para conservar los alimentos perecederos el modo de hacerlo es mantener el pescado vivo (como hemos visto también en Vietnam). Cada puesto expone, en decenas de palanganas con sus aspersores de oxígeno, todo tipo de pescado y marisco vivo. Tanto que se salen de las palanganas, salpican, crean un ambiente muy particular. Aunque si no lo quieres vivo tampoco hay problema, sobran los puestos de pescado seco. Y por supuesto, en el mercado hay mucho más que ver… hay de todo: ferreterías, tiendas de ropa, de souvenirs y, como no podía ser de otra forma, los típicos puestitos de comida. Es bullicioso y muy entretenido.


Foto


Después de visitarlo vamos caminando hasta el Wat Phnom Temple, donde supuestamente nació la ciudad. Es una diminuta colina de 27 metros de altura en lo alto de la cual se erige un templo muy coqueto. Se puede visitar antes de las 18:00 por un dólar por persona y más tarde gratuitamente (pero sin luz natural).


Foto


Cuando salimos ya es noche cerrada y regresamos caminando al paseo de la ribera para buscar algún sitio donde cenar. Tanta oferta nos deja abrumados, que no sabemos qué sitio elegir, y acabamos en el restaurante del hotel donde degustamos una cena moderna y cara (Restaurante La Pérgola. 200 dólares para 6 personas). Lo mejor… que tenemos la cama al lado y podemos acostarnos temprano. Mañana nos aguarda una etapa de 95 kilómetros hasta el lago Tonlé Sap y no queremos demorarnos en la salida.



>>PASA A LA PÁGINA SIGUIENTE>>

Foto
Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España