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de My Tho
a Cai Be


Esta mañana hemos madrugado pese a que la de hoy es una etapa relativamente corta. Ayer fue un día terrible y llegamos My Tho muy cansados… no queremos que hoy nos pase lo mismo. Saliendo temprano podremos ir más tranquilos y hacer pequeñas paradas durante el camino.
En el momento de despedirnos, el propietario de The Island Lodge se interesa por nuestra ruta. Le decimos que, para salir de la isla, regresamos al enorme puente colgante por el que llegamos ayer, pese a que vamos en sentido contrario. Tuerce la cara y, para nuestra sorpresa, nos dice que no es necesario, que hay un pequeño transbordador que nos puede acercar a la costa sin necesidad de dar semejante rodeo.


Así que nos subimos en la bicicleta y pedaleamos hasta el punto que el buen señor nos ha indicado. Es una mañana tranquila y el camino es bastante silencioso. Resulta un paseo agradable. No más de 10 minutos pedaleando y 10 minutos esperando el transbordador.

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Con esta maniobra nos hemos ahorrado 15 kilómetros, lo cual nos permite ir todavía más relajados.

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La lengua de agua es enorme y no hay tanta variedad de tráfico fluvial como durante la noche.

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Dentro de la barcaza nos acompañan dos o tres pasajeros con sus pequeños scooter. Entre una cosa y la otra resulta un paisaje bastante curioso.


Llegados a tierra firme el camino transcurre por la carretera principal los primeros kilómetros pero luego toca decidir de nuevo.

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Existen tres posibilidades. Seguir por la principal hasta llegar a Cai Be, ir por una carretera secundaria que avanza paralela a la principal durante la mitad del camino o tomar una carretera terciaria que zigzaguea entre ambas siguiendo el curso de un pequeño afluente. Como hemos ahorrado tiempo con este transbordador, optamos por la tercera opción: una pequeña carretera paralela a un pequeño canal entre la densa vegetación y las casas, a escasos kilómetros de la vía principal pero lo suficientemente alejada como para no oírla ni verla. Y es que la diferencia entre ir por el campo e ir por la carretera principal es enorme.
Así que en lugar de cruzar el pequeño pueblo de Vinh Kim, giramos a la izquierda y nos metemos directamente en su mercado. No tenemos que apearnos pero hay que conducir despacio pues se trata del típico mercado vietnamita, bullicioso y animado, la calle es estrecha, hay puestos de comida, y los clientes van despistados.

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No es más que un par de calles. Al salir del mercado nos encontramos el río, uno de sus cientos de afluentes, cruzamos un destartalado puente de madera y buscamos la carretera terciaria al otro lado. Es más bien un camino.

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Ha resultado una elección estupenda porque el firme, de cemento, está en excelentes condiciones, y serpenteaba a la sombra de una frondosa vegetación. Con el calor de la mañana un poco de frescor se agradece.

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Casitas de cuando en cuando y gente siguiendo adelante con sus vidas. Un paisaje íntimo que te cautiva. No es que las edificaciones sean bonitas, pues su sentido estético anda muy lejos del nuestro, pero son fiel reflejo de su cultura, y eso es bastante.

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Nos detenemos a tomar un refresco en las cercanías de una escuela. Se oye murmullo de niños en clase a lo lejos. Aparcamos nuestras bicis en la puerta y colonizamos el pequeño bar. No tiene puertas ni ventanas. Un techo sobre cuatro columnas y unas sillas de plástico rojo, pequeñas, como para niños. Un poco más allá unos calderos junto a una pared y una única cama. Solo hay paredes en aquel lado y una puerta de garaje enrollada en el techo entre ambas zonas. Deben bajarla por la noche a modo de separación entre la vivienda y la tienda. Nos sentamos en las sillitas de plástico y la amable señora que lo regenta nos prepara unos guarapos (zumos de caña de azúcar), con una prensadora de caña que tiene allí mismo. Mete y saca la caña una y otra vez dentro de los rodillos para extraerles el jugo. Nos lo sirve en un vaso con hielo picado. ¿Qué vamos a hacerle? Nos lo tomamos. Su marido está podando las plataneras que hay junto al edificio pero como su hija se pone a llorar se aleja con ella en los brazos, para que no estorbe. Nada más vernos la chiquilla, que no debe tener mas de dos años ha roto a llorar sin consuelo. Debemos ser para ella ese monstruo con que la amenazan cuando desobedece.

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En escasos minutos nos convertimos en la novedad del lugar. Poco a poco este bar, que estaba completamente vacío, se ha llenado de clientes. Tal vez por casualidades del destino, y es la hora en la que toda esta gente suele hacer un descanso, o quizás porque ven nuestras bicicletas aparcadas ahí y se aceran a echar un vistazo. Risas de complicidad con la propietaria, que está haciendo su agosto. – Dame un zumo o un poco de fruta – Quién sabe lo que le andan diciendo. Nos miran de reojo, los niños juegan alrededor nuestro. Hacen como si no ocurriera nada fuera de lo normal en sus vidas, pero ocurre. Nosotros estamos ahí… contemplando.
Resulta un descanso agradable. Nos despedimos de la señora y la niña, que ya no llora, y al rato de empezar a pedalear tenemos que retroceder. Nos hemos perdido. Resulta que la ruta se divide en este punto y tomamos el camino equivocado. A lo largo de todo el camino hay decenas de puentes y decenas pequeños cruces, que lo convierten en un laberinto, no es difícil equivocarse. Han sido solo quinientos metros.

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Un poco más adelante la ruta empieza a estrecharse, hasta convertirse en una estrecha lengua de tierra de unos pocos centímetros. Lo intentamos los primeros metros, pues estamos seguros de que es este camino, pero se acaba haciendo impracticable y aún recordamos el episodio de ayer, cuando uno de nosotros acabó precipitándose al agua. Hoy tenemos más suerte. Hay una barcaza varada en la otra orilla y tiene el aspecto de ser un transbordador que, por falta de clientes, esta ocioso. Nos acercamos a una especie de embarcadero hecho con unos tablones y la barcaza, inmediatamente, se pone en marcha. Cruza el canal hacia nosotros. Una mujer con una especie de pasamontañas de flores, para cubrirse del sol, la tripula. No pronuncia ni una palabra cuando subimos.

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– ¿ Podemos hacerle una foto? – le señalamos la cámara con una sonrisa. Asiente y, muy coqueta, se destapa la cara.

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Es cruzar a la otra orilla e incorporamos a una carretera más transitada (aunque bastante tranquila). Viene a desembocar, más adelante, a la carretera principal que se dirige a Cai Be. Nos ponemos en fila de uno y apretamos el ritmo, con lo que llegamos bastante pronto.

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El mayor atractivo de esta pequeña ciudad ribereña es su mercado flotante. El momento de visitarlo es a primera hora de la mañana, por lo que es demasiado tarde para nosotros. Desde el puente que cruza el río en el centro del pueblo se tiene una bonita perspectiva de los palafitos y algunas barcazas que aún no han abandonado el mercado. Nos detenemos a contemplarlo y hacer unas fotos. Luego venimos directamente al hotel.

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El Mekong Riverside Cai Be ofrece dos filas de bungalows construidos sobre palafitos con todas las comodidades imaginables. Ni un mosquito. Muy limpio. Nuestras habitaciones se encuentran en primera fila, ante el río, y disfrutan de un paisaje precioso.

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Nos sentamos en la coqueta terraza a contemplar el constante tránsito de barcazas, canoas y hasta cruceros fluviales, que surcan el río en este punto. Parece que el Mekong no descansara nunca, que tuviera vida, fiel reflejo de una actividad económica floreciente.
Lavamos la ropa, la tendemos en la terraza y vamos a la piscina a darnos un baño. Hay algunos turistas. No tenemos ganas de regresar al pueblo para la cena, y nos quedamos en el restaurante del propio hotel. Luego, sin más dilación, nos vamos directamente a la cama.
Al ir a acostarnos tomamos conciencia del ruido de los motores. La noche es oscura y ves las pequeñas luces de navegación, rojas y verdes, circulando arriba y abajo. Quizás sea por el cansancio o porque el río es tan ancho que, a pesar de ese metálico ronroneo, me voy quedando dormido. Luego, a media noche, me levanto al baño y lo observo en silencio desde la enorme ventana.

"La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;"


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Me siento como el pirata en el Bósforo, embobado observando los destellos de luz de luna sobre la superficie del agua. Un paisaje que inunda mi pecho de una sensación de libertad que no tengo en casa, donde me ahogo en mis propias responsabilidades. Sonrío ante estos pocos segundos de paz, tan deliciosos. Me meto en la cama y cierro los ojos. Apenas hay ruido en mi mente, ni tampoco fuera, solo la respiración de mi esposa, cálida y profunda. El Mekong se ha quedado tranquilo, como si, también a él, la noche lo hubiera vencido.

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