de Las Palmas a Santiago de Cuba


LAS PALMAS - MADRID


¿Por Qué no podemos hacer un viaje tranquilo, un viaje normal como hace todo el mundo? Aquella mañana debería haberlo sido pero… cuando sales de casa con un par de alforjas y una caja de 90x150cm… muy normal no puedes sentirte.
Tal y como habíamos planificado las cosas, tuvimos que hacer el transbordo en Madrid con nuestras bicicletas. Eso nos tuvo nerviosos las dos horas y media que dura el vuelo desde Gran Canaria. ¿Llegarán? ¿Lo harán en buen estado? ¿Nos dará tiempo de facturarlas de nuevo? ¿Porqué tengo que meterme en estos líos?
La política de las compañías aéreas, la de la Cubana de Aviación al menos, es hacer la reserva del espacio para las bicicletas por medio de un correo electrónico. Nos enteramos después de muchas llamadas a un teléfono que nadie cogía. Se paga en el mostrador del aeropuerto el mismo día del viaje. Eso no da demasiada confianza. ¿Y si el día del viaje te dicen que la reserva no está hecha? ¿qué hacemos con nuestras bicicletas ahí en Madrid? ¿Qué pasa con nuestro viaje?
Esa era nuestra preocupación aquel día. Pero no había otro modo de hacerlo y decidimos afrontarlo.


MADRID-SANTIAGO DE CUBA


En el aeropuerto de Madrid ya empezábamos a sentir Cuba: la larga cola ante el mostrador de La Cubana de Aviación para sacar la tarjeta de embarque. Todo el mundo contando sus anécdotas en la isla, que si eres de La Habana o eres de Trinidad… y todos también con un montón de equipaje. Por eso miraban con tanto interés, de reojo, nuestras cinco cajas. Llevábamos más equipaje que los propios cubanos. Nuestra vecina en la espera, una cubana muy amable y dicharachera, con ese acentito alegre que parece que está cantando, nos ofrece su casa en La Florida, nos deja su teléfono y nos pide que le pasemos una maleta, pues a ellos le cobran mucho por los extras y a los extranjeros no. No nos gustaba la idea, pues no teníamos claro que por entrar unas bicicleta no nos fueran a cobrar aranceles y no queríamos tener problemas, así que le pusimos la excusa de las bicicletas para no hacerlo.
Nos sorprendió el avión, también muy cubano (un Tupolev ruso probablemente), ruidoso, todos hablando, mucho calor y mucho retraso en la salida y ya, sin haber despegado, gritos que venían de la parte delantera… justo cuando el avión empieza a correr por la pista. Una señora reclamaba auxilio para su marido…
— ¡Se muere… mi marido se muere! — Todo el avión consternado.
— ¡Un médico! —
Pero nadie lo anuncia por megafonía pues estamos en ese dramático momento en el que, todos sentados y con los cinturones puestos y las mesitas bien recogidas, pensamos que si el piloto estornuda estaremos en la misma situación que el marido de dicha señora. Así que la señora gritando y todos quietos, rezando. ¿Porqué me habrá dado por estudiar medicina? ¿No podía su marido morirse en un momento más oportuno? Y mientras acelera el avión nosotros nos levantamos… la azafata que está sentada enfrente, mirando hacia el pasillo, hace gestos para que nos sentemos. Mucho ruido en cabina. ¿Cómo vamos a dejar morir a este pobre hombre? Recorremos el pasillo luchando contra la aceleración del despegue y nos encontramos a este señor, sudoroso, blanco como la leche, que pierde el sentido y lo acostamos en el suelo, todo el mundo mirando. La azafata, en el mayor de los absurdos, toma el micrófono y nos manda volver a nuestros asientos. Y como el señor está grave pero aún respira, lo dejamos allí tirado en el pasillo y volvemos, obedientes, a nuestros asientos.
Unos segundos después, cuando el avión ya está en el aire ( aunque aún sin alcanzar su altura de crucero) vuelve a gritar la señora:
— ¡Mi marido se muere! — desconsolada.
Y debe ser que tuvo una convulsión o algo por el estilo. Así que regresamos a él. ¿Qué se puede hacer por nadie en un estrecho pasillo donde apenas puedes moverte? Mucha gente. Mucho ruido. Ningún instrumento que te ayude y, todo el mundo lo sabe, un médico sin un mísero instrumento es medio médico. El señor nos vomita encima y poco a poco renace. Ya me encuentro mejor, parece que se recupera, no pasa nada, y el avión ya ha alcanzado la dichosa altura de crucero. Entonces es cuando a la azafata se le ve la humanidad que debe tener en su casa, trae un triste botiquín, que es como una caja destartalada en cuyo interior solo un viejo fonendo y un tensiómetro… A buenas horas. Creo que me lo encajé en las orejas para parecer más profesional.
Muchas gracias doctor, muchas gracias doctora. Como si le hubiéramos salvado la vida y regresamos felices a nuestros asientos.
Después de aquello el vuelo se nos hizo largo, ni una triste peliculita.
Llegamos al pequeño aeropuerto de Santiago de Cuba sobre las 7 pm, ya era de noche.

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¿Habrán llegado las bicicletas? La misma preocupación que teníamos en Madrid. Todo el mundo recoge sus maletas. Salen nuestras alforjas y de pronto, cuando ya todos se van a su casa, o su hotel, se abre una pequeña puerta y unos señores empiezan a sacar las cajas… las cinco. Salimos a la calle y, allí mismo, en la acera que hay frente a la entrada, las montamos. Pacientemente. Los turistas subían a sus autobuses. El señor que había tenido el síncope, cuando se despidió agradecido, tenía mucha mejor cara.

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Algunos cubanos revoloteaban en torno nuestro, intentando convencernos de lo peligroso que era alcanzar la ciudad solos a aquellas horas, tan oscuro como estaba… que si robos, que si mejor un taxi… pero así es la aventura… recuerdo el aire fresco de aquella noche, las calles estaban de verdad oscuras, sin iluminación ninguna, las pequeñas lomas, acercándonos a la ciudad, sin tráfico, las casas abiertas, la gente en la calle, el parque Céspedes, música… y de pronto la puerta del hotel Casa Granda, en pleno centro de Santiago. Un hotel antiguo de línea cubana, colonial, una gran terraza colgada sobre el parque. Algunos turistas de aspecto americano, con sus sombreros de paja, aunque era de noche, tomándose unos mojitos mientras escuchaban música a lo lejos. El trasiego de una ciudad que se prepara para irse a la cama.
Subimos las bici a la habitación dado que la recepción no nos garantizaba la seguridad de las mismas. Una en una en el pequeño ascensor (nuestros más preciados tesoros). Las habitaciones daban a un patio interior. Se oía la música de una discoteca a lo lejos. Salimos a cenar a un paladar, en su azotea, únicos comensales, arroz congrí, y con pollo, platanitos fritos (tostones), camarones con tomate y a dormir.


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Foto de Santiago
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