de
Santa Clara

LFGP

a Baños
de Elguea

en Corralillo


Salimos a las 7.30 de Santa Clara. Nuestra idea era ir a Sagua la Grande pero en los buscadores no habíamos encontrado alojamiento y, en Santa Clara, nos confirmaron que en Sagua no había oferta de habitaciones. No lo teníamos claro, pero veníamos de los cayos, las piernas frescas, y habíamos adelantado el día de Remedios, así que decidimos adelantar otro día e ir directamente a Baños de Elguea por una carretera secundaria que acortaba el camino. Llamamos al Hotel Elguea para adelantar la reserva que teníamos para dos días más tarde y obtuvimos la siguiente respuesta:
– Señorita, es totalmente imposible asegurarle habitación antes de las 8,30 am. del mismo día –
Fue por esa breve conversación que nació en nosotros la idea de que el Hotel Baños de Elguéa sería una especie de resort turístico altamente masificado. Algo que en realidad nos extrañaba pues habíamos leído algunas críticas bastante desfavorables en la red, en las que todos los huéspedes coincidían en que el hotel estaba casi siempre vacío.
Fuera como fuese, si queríamos superar los 104 kilómetros que nos separaban de Corralillo, tenía que ser por una carretera secundaria que casi ni aparecía en los mapas. Una carretera cuyo estado desconocíamos y que, si se encontraba en mal estado, podía demorarnos bastante. Esperar a las 8:30 no era posible. Nos armamos de espíritu aventurero y decidimos salir temprano, acometer la etapa y confiar en la divina providencia del viaje.
De nuevo una mañana hermosa. La viva imagen de Cuba en las calles. Una ciudad que despierta. Santa Clara. Los niños uniformados camino del colegio, tráfico de carretas y camiones.
De Santa Clara pedaleamos hasta Esperanza y de Esperanza a Santo Domingo. Los primeros 40 kilómetros del día nos resultaron fáciles, embobados como íbamos en ese paisaje de sencilla cotidianidad. Nos detuvimos en Santo Domingo a comprar galletas, agua y fruta, pues sabíamos que en los siguientes 65 kilómetros no íbamos a encontrar pueblos, ni puestos de comida, ni gente. El cielo encapotado prometía lluvia. Lo que nos faltaba para arreglar el día. Sacamos nuestros impermeables y nos adentramos en el vacío.



Pocas veces en Cuba hemos pedaleado por una zona tan despoblada. Al principio pinar a ambos lados y luego… una inmensa llanura… pantanosa alrededor de una carretera recta, recta, recta… un terreno húmedo y fangoso. Grandes charcos en la carretera, barro, suciedad en los culotes. Cada parada una invasión de mosquitos cuyas incisivas picadas atravesaban la ropa. Casi al final divisamos a lo lejos una pequeña carreta. Nos acercamos y saludamos. El primer ser humano que veíamos después de muchos kilómetros. Solo dos personas en la carreta. Un señor entrado en años, descendiente de isleños, que traía a su hermana que venía a visitarlo desde la Habana. Un pedazo de hombre de campo, noble, hablador y revolucionario, que defendía a Fidel pero no estaba de acuerdo en que hubieran convertido la campotierra campesina en bosque. Le iban muy bien las cosas, tenia bastantes cabezas de ganado y algún dinerillo ahorrado para sus nietos. Podía comer carne de puerco, gallina o cordero cuando quisiera, aunque no la de sus propias vacas. Son un bien nacional y pertenecen al gobierno, aunque sean tuyas. Esto era algo que tampoco entendía y, si le tirabas de la lengua, se trastabillaba con las contradicciones del régimen. Su hermana, con mucho respeto le advertía
–¡Cállate hermano! que te pierdes y… pueden oírte – mirando desconfiada hacia un lado y al otro.
Pero allí no había nadie y hasta nos entrañaba que ellos mismos fueran a encontrar un sitio en el que alojarse aquella noche, aunque fuera su propia casa.
Nos despedimos de la agradable pareja y un poco más adelante llegamos a la carretera principal. Cruzamos el pueblo de Corralillo y, 8 kilómetros más adelante, una desviación hacia la costa anunciaba la llegada al Hotel Elguea.


Foto del Hotel Baños de Elguea


A medida que nos acercábamos la nube de mosquitos se fue haciendo más densa. Tanto que los últimos kilómetros de bajada hacia el Hotel, los hicimos apretando la marcha para intentar esquivarlos… pero era misión imposible. Eran ágiles y veloces. Al igual que los seres humanos, en Cuba, habían tenido que aprender a desenvolverse en la precariedad y un turista es siempre un buen almuerzo, aunque acelere en su bicicleta.
Nos detuvimos frente a la entrada y corrimos adentro, entre palmadas en el aire, aspavientos y espantajos. Las puertas estaban abiertas de par en par pero aún teníamos la esperanza de que en el interior, algún tipo de condimento los mantuviera alejados.
La decepción fue enorme. Nos recibieron dos recepcionistas mucho más tranquilos que nosotros. Como si aquella emboscada vampírica no fuera con ellos. Era imposible quedarse quieto y salvar la vida. A los cubanos parecían no hacerles daño pero a nosotros nos estaban acribillando y ellos, dos negrotes bonachones, viéndonos de aquella guisa, debían pensar que teníamos algún extraño síndrome caracterizado por movimiento patológicos, que acababa con nosotros en una especie de danza ritual, con espasmos y patadas, porque no hicieron ningún comentario al hecho y, cuando se lo señalamos solo dijeron:
– ¡Ah! Sí… los mosquitos –
Debió de ser un gran hotel algún día, con sus aguas termales y todo, pero ahora se encontraba, como la mayor parte de Cuba, en decadencia. Aquella entrada, la indolencia de los recepcionistas con sus lacónicas respuestas, los misteriosos huéspedes, casi todos cubanos, que más que estar de visita parecían vivir allí y que se comportaban, como explicaremos más adelante, del modo más extraño, nos transmitían la misma sensación de irrealidad que debía embargar al protagonista de la canción de Los Eagles, la pegadiza Hotel California.
Tomamos posesión de nuestras habitaciones, tratando de mantener la puerta abierta el mínimo tiempo posible, para que no se colaran dentro aquellos impertinentes invitados. Hicimos nuestra colada y tendimos la ropa en la terraza, nos pusimos el bañador y bajamos a las piscina. Había un grupo de jóvenes con unos tocadiscos y un mezclador y ponían música a todo volumen. El altavoz era muy grande y los graves te hacían vibrar de arriba a abajo. Música discotequera. Tal vez fuera para espantar los mosquitos porque era de verdad insoportable. Nos dimos un baño en la piscina. Había un par de francesas, delicadas como muñecas de porcelana, que habían llegado a la misma conclusión que nosotros: el único sitio donde no podían picarte y además había silencio, era debajo del agua. Unos segundos de apnea que nos parecieron maravillosos.
De regreso a la habitación hicimos recuento de picaduras.
– Yo tengo 10… 15… – no recuerdo.
Nos aplicamos una crema de corticoide y nos preparamos para la cena.
Aunque hacía bastante calor y una humedad pegajosa, bajamos al comedor en pantalón largo y camisa de manga larga. Sudando como cochinos. La escena fue de lo más absurdo que hemos vivido sobre la bicicleta. Mucha gente de la tierra para cenar. Ellos fresquitos y nosotros abrigados hasta las orejas. Nuestra entrada fue como la de un forastero en el Bar de un Western, todos se giraron hacia nosotros y sus miradas nos siguieron hasta que nos acomodamos en una mesa. Se acercó el camarero. Solo tenían pollo o espaguetis.
– ¿Qué quieren? –
Teníamos hambre y pedimos pollo y espaguetis para todos. Los paisanos terminaban de cenar y se iban a su habitación con un muslo de pollo crudo en la mano. No entendíamos el sentido, a nosotros nos lo habían servido cocido, pero no quisimos profundizar en ello no fuéramos a entender. Seguimos comiendo como si no hubiera un mañana. Pagamos una miseria por aquellos manjares y nos fuimos directamente a la cama.


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